Durante el primer gobierno de Mariano Ignacio Prado, merced
a un golpe de Estado, se convocó a un gabinete extraordinario para resolver el
asunto con España. Este pasaría a la historia como el ‘Gabinete de los talentos’.
Para el ministerio de Guerra, designó al eminente jurista cajamarquino, don
José Gálvez Egúsquiza, director a la sazón del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe,
y padre del gran orador, poeta y futuro presidente del Senado de la República, José
Gálvez Barrenechea.
Prado era un coronel deslucido, percibido entonces como
hombre de ambiciones desmedidas. El problema radicaba en la supuesta
‘exploración científica’ que la reina Isabel II -digna descendiente de Fernando
VII- había confiado al más cazurro de sus almirantes, Casto Méndez Núñez.
Luego de ocupar
las islas de Chincha –entonces el mayor yacimiento guanero en pleno apogeo -,
reclamando derechos sobre ellas y pagos inaceptables que supuestamente el Perú
debía a la corona española, la armada realista se apostó frente a la rada del
Callao, tomando la isla de San Lorenzo como centro estratégico.
A las doce del mediodía del 2 de mayo de 1866, Núñez Méndez ordena
los primeros cañonazos contra el puerto. La vecindad de Lima en carruajes, a
lomo de bestia, o sencillamente corriendo a través de la alameda que mandó a
construir el virrey Marqués de Osorno (hoy avenida Colonial), tomando
posiciones, se encontró con sus pares chalacos.
El otrora orgullo militar español para repeler en el siglo
XVIII a piratas y corsarios: la inexpugnable Fortaleza del Real Felipe ahora
enarbolaba bandera peruana. Semanas antes del inminente encuentro, el ministro
Gálvez, a instancias de sus asesores militares, había ordenado la construcción
de torreones o fuertes para contener el ataque de los buques enemigos.
De dichos lugares,
habrían de nacer los espíritus indomables de Cáceres (a cargo del fuerte
Ayacucho), Lizardo Montero, y del propio Grau, quien estaba entonces al mando
de la mítica corbeta Unión.
El soberbio
comandante hispano había considerado que, la del Callao, sería una victoria
rotunda. A las doce horas con 55 minutos, un proyectil venido de un barco
enemigo, hizo estallar el torreón de la Merced, y con él al valiente abogado que,
ante la premura y la necesidad, aceptó ser ministro de Guerra. A Casto Méndez,
el jefe de una armada que, bajo los anhelos de su reina, pretendió reconquistar
al Perú, no le fue mejor. Minutos después de recibir un proyectil certero, hizo
que toda su flota arriara las armas de España sustituyéndolas por timoratas
banderas blancas. Luego, pidió permiso, a través de un emisario, para que le
permitieran enterrar a sus muertos en San Lorenzo. El gobierno peruano no opuso
inconvenientes y, hasta hoy, esos combatientes de ultramar, guardan el sueño
eterno en una isla peruana rodeada de aguas chalacas.
El desangelado y
herido Casto Méndez Núñez, sobrevivió apenas dos años al célebre Combate del
Callao, siendo condecorado por la corona de España de todas las formas posibles…
pero sin honor.
Se han cumplido desde aquel aleccionador combate ciento
cincuenta y nueve años. El militarismo imperante en el siglo XIX, antes de la
elección del Manuel Pardo, primer presidente civil que tuvo el Perú, no admitía
que héroe civil caído en hecho bélico, no fuese militar.
El mejor tributo que podemos rendir al indiscutible héroe el
Combate del Callao, es liberarlo de las charreteras y del traje militar con
galones de coronel que jamás vistió en su marcha a la inmortalidad.