miércoles, 9 de diciembre de 2020

BATALLA DE AYACUCHO - DÍA DEL EJÉRCITO DEL PERÚ

 

Son las ocho de la mañana del 9 de diciembre de 1824. Ambos ejércitos están frente a frente, examinándose el uno al otro. Los realistas lo hacen desde las alturas del Condorcunca; el patriota, situado desde el día anterior en el valle de la Quinua, debajo de aquel pétreo centinela, mira hacia las alturas forzando la vista. En apariencia, la ubicación de los godos es inmejorable, pero el cusqueño Agustín Gamarra, jefe del Estado Mayor, es un conocedor de la sinuosa geografía serrana; de sus bondades y peligros, de sus dificultades y beneficios. Sabe que están encajonados y así se lo hace saber al jefe del Ejército Unido Libertador.

     A esa hora desciende a caballo el general Monet, fungiendo de emisario del virrey La Serna. Córdova, dándole el alcance, lo escucha con atención. El propósito del oficial enemigo es plausible: en ambos bandos hay gentes unidas por lazos consanguíneos. Permitirles algunos abrazos y frases de afecto antes de enristrarse en batalla, es un gesto que la humanidad del general Antonio José de Sucre no desconoce y que, por el contrario, alienta. Treinta y siete peruanos y veintiún colombianos, desprovistos de armas, llegaron al área neutral en la que aguardaban ya ochenta y dos realistas en similar condición. Treinta minutos después, regresan a sus respectivos campamentos para el rancho. El de los patriotas, más austero que el de sus adversarios, se reduce a galletas, queso, chancaca, y café. Sucre y sus oficiales comparten la misma vianda que sus soldados; el virrey y sus generales hacen el distingo con sus huestes: buena mesa y buen vino de Ica.


    Hacia las diez de la mañana, vuelve Monet. Le indica a Córdova que el virrey concede que los patriotas inicien la contienda. El peruano José de La Mar, que está a su costado, rechaza la invitación y, subrayando sus palabras, le replica cortés que ello corresponde a las armas de Fernando VII, pues los americanos son los dueños de casa. Monet, con un mohín de fastidio, emprende el retiro junto a su escolta.

    Sucre está consciente de que la gran falencia de su ejército radica en las pocas armas de fuego con  que dispone; toda su esperanza está puesta en el valor de los soldados y de la causa que defienden. Montado en su caballo, va escudriñando rostros y semblantes. Intenta adivinar ánimos y, oyendo los primeros fuegos enemigos, decide romper cualquier duda: “¡Soldados, de los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur!”. Desenvaina el sable y señalando con él a los realistas que descendían hacia ellos, prosiguió: “¡Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia! ¡Viva la libertad de América! ¡Viva el Perú!”. Los vítores corren atronadores en las gargantas de oficiales y soldados decididos a embestir y someter a los godos. 


    Mira hacia lo alto y da instrucciones a Córdova de ganar el cerro; hay que silenciar los cañones del rey. Este se apea del caballo, se descubre el  sombrero jipijapa, levanta su espada y da la orden a los suyos: “¡División! ¡De Frente! ¡Armas a discreción! ¡Paso de vencedores! ¡Marchen!”. Lanzas en mano, se precipitan hacia los fuegos enemigos de las divisiones de Monet y Villalobos. Muchos caen. El Condorcunca se entinta de rojo sangre. Pero aquellas piezas de artillería exhiben ahora sus bocas ensordecidas al cielo. El monte está ganado.

    En la pampa no es menor el estruendo. La tierra tiembla ante las pisadas de los herrajes. Sobre los equinos, chillan las espadas de peruanos, colombianos, argentinos, chilenos e irlandeses que combaten juntas contra las de los realistas. Tampoco cesa el fuego, y los jinetes caen heridos o muertos. Los primeros son llevados al hospital de campaña acondicionado en la iglesita de la Quinua. Allí, entre vendas, quejidos y estertores, se reencuentran dos hermanos que horas antes se habían estrechado en efusivo abrazo antes de devolverse a sus respectivos y enfrentados bandos: Leandro, el realista, y Ramón Castilla, el patriota convencido.

     La división realista de Valdés había sorprendido a la colombiana de Vargas y a la peruana de La Mar. Sucre ordena a los Húsares de Junín ir en auxilio de ellas, tiempo valioso para que el mariscal La Mar restaure sus batallones, providencialmente potenciado por los montoneros de la sierra. Los godos no dan crédito a lo que sucede: los invade el desconcierto. Muchos de los soldados peruanos que lucharon por las armas y del “muy deseado” Fernando VII, resuelven entonces volverlas en contra de sus propios jefes. El virreinato más poderoso de América empezaba a resentir la frialdad que precede a la muerte.

    El cabo Villarroel, estando a punto de ultimar a un hombre herido en la frente y regiamente uniformado, fue reprendido por el  sargento de los Húsares de Junín, Pantaleón Barahona. José de la Serna e Hinojosa, último virrey del Perú, había salvado la vida gracias a la intervención de aquel humilde sargento peruano, no obstante, su arrogancia y poder murieron en el acto. El virreinato que desconoció la proclamación del 28 de julio de 1821, permitiéndose convivir con un Estado soberano, acababa de fenecer. 






martes, 18 de agosto de 2020

LAS ÚLTIMAS HORAS DEL LIBERTADOR JOSÉ DE SAN MARTÍN (17 DE AGOSTO DE 1850)

Aquella mañana del 17 de agosto de 1850, el viejo general se levantó a la hora de costumbre; los años y las dolencias que lo postraron por días, no habían anulado su extraordinario reloj biológico que, en sus años mozos, sorprendiera a sus camaradas de armas del ejército español. La fiebre había cesado y quería distanciarse del dormitorio en que había sufrido los escalofríos y las malas noches. 

    Pepita lo llevó del brazo a la habitación de su hija Mercedes. Su caminar era cansino, y aunque arrastraba los pies, su cuerpo siempre erguido no cedió a la curvatura de los hombres de su edad. En la habitación lo aguardaba también Mariano, su yerno, a quien profesaba cariño paternal.

     Apenas bebió un mate por desayuno y escuchó una vez más de labios de Mercedes la dulce súplica de regresar a París, pues la humedad de Boulogue-sur-Mer estaba minando su resquebrajada salud. El anciano no le contestó.

     A despecho de las cataratas que le impedían ver más allá de los vidrios de las ventanas, recordó los paseos con las nietas que escuchaban con delectación sus anécdotas militares; eran otros tiempos. Ellas alegraban el otoño de sus días, y aunque jóvenes y en edad de merecer, María Mercedes y Josefa –Pepita- no escatimaban besos y halagos al abuelo querendón. 

    Le animaba el canturreo de las aves, el calor de la familia, pero no se engañaba: en su estado, un traslado a la capital francesa era tentar a la muerte, por lo demás, él había escogido este puerto por residencia con el fin de emigrar a Inglaterra si se complicaban los avatares políticos locales. En su fuero interno sabía que ello sería igualmente un imposible.

Daguerrotipo original de José de San Martín, tomado dos años antes de su deceso (1848)


     Recordaba aún la abrupta e insospechada muerte de Alejandro Aguado, su gran amigo y benefactor desde que llegó a esas tierras. Él lo había introducido en los medios intelectuales, organizando célebres tertulias en las que departía con músicos como Gioachino Rossini, y escritores como Víctor Hugo. San Martín le estaba muy agradecido por haberle presentado a esos hombres a los que tanto admiraba. “No se engañe, don José –le replicó el buen Aguado-. Ellos vienen a las tertulias para conocerlo a usted.”

     Resentía que su visión estragada no le permitiera volcarse a la lectura de los libros que le facilitaba su vecino y arrendador Adolphe Gérard, joven abogado y bibliotecario de la ciudad, que habría de convertirse en amigo entrañable.

     Al mediodía se sentó al borde de la mullida cama de Mercedes, quien ya tenía en sus manos los periódicos del día. Don José no se permitía desconocer los últimos acontecimientos de los que daba cuenta la prensa, y ella, con voz acompasada, empezó la lectura, por momentos interrumpida por los comentarios de su padre. No obstante su débil salud, su mente mantenía locuacidad y lucidez extraordinarias.

     Su brazo izquierdo descansa en el bastón; su diestra migra intermitente entre el mentón y el cano bigote. Pasada las dos de la tarde, su hija notó con angustia que su voz abaritonada había callado; había dejado de escucharla y sus ojos acuciaban alarma. Recordó entonces las palabras que, semanas antes, pronunció con dolorida sonrisa: “Es la tristeza que llega al puerto”. José le hizo un gesto a Mariano Balcarce, que el yerno comprendió de inmediato y, sin mediar palabra, llevó a Mercedes a una habitación contigua. 

    El general recostó la cabeza en el respaldar de la cama de su hija, y así el hombre que ejecutó el prodigioso cruce de los Andes, cruzó finalmente el umbral de la inmortalidad. El reloj de la habitación anunciaba las tres de la tarde. 


Luis Fernando Poblete Elejalde

Lima, agosto de 2020



domingo, 26 de enero de 2020

MANDANTES Y MANDATARIOS: A propósito de las elecciones parlamentarias de 2020.

Me complace retornar a casa luego de cumplir con mi derecho patriótico y ciudadano de emitir mi sufragio en estas elecciones para elegir al Congreso de la República que regirá hasta el año 2021. El sofocante calor de hoy domingo, no fue razón para que adultos mayores –sin tener obligación legal de hacerlo-, premunidos de sobrillas, sobreros de ala ancha y protectores solares, fueran a dar su voto por los candidatos de su preferencia. No es herejía alguna sostener que en fechas como esta, los mandates somos nosotros y es nuestra responsabilidad saber a quién respaldar con nuestra confianza en medio de ese amasijo de candidatos que, luego de haber obtenido su elección, traiciona a ese mandante del que él debiera ser escrupuloso servidor (mandatario). Es sintomático, por cierto, que por su carácter extraordinario, las calles hayan respondido a la apatía de los últimos días y semanas. Los planes, debates y publicidad de los aspirantes, fueron inexorablemente cortos y contaron, acaso, con la poca o nula creatividad de los equipos de campaña.
Me permito concluir con una digresión muy especial y preocupante: sufragué en el mismo colegio en que fui dos veces consecutivas miembro de mesa, en 2018. Entonces, como ahora, no se instalaron los toldos necesarios para contener el sol abrasador; contrario fue el panorama en otros centros de estudios cercanos. Por una mínima deferencia con aquellas personas de edad avanzada, esperemos que se enmiende esto, y no tengamos que repetir en las elecciones generales, "entonces como ahora”.
Lima, 26 de enero de 2020
FERNANDO POBLETE ELEJALDE