domingo, 31 de octubre de 2010

ENTRE EL HALLOWEEN Y LA PEÑA PERUANA


      “¿De qué te disfrazarás esta noche?”, me pregunta una amiga. La miro con cariño, le sonrío traviesamente y evado la respuesta. Hace mucho que no me disfrazo más que de mí mismo. La última vez fue de soldado a la prusiana. La varicela que Giancarlo me contagió entre abrazos efusivos y malintencionados, se había esparcido por mi cuerpo dejando a buen recaudo mi cara, y sin ánimo de perderme la fiesta de Halloween en casa de Lorenzo, callé con maldad. Si querían noche de brujas, hechos unas brujas quedarían muchos con las muestras de mi afecto aquella friolenta noche atemperada por la benevolencia de una fiebre tenue. Cierto es que Giancarlo no fue un malvado: a él lo había contagiado también un amigo del colegio. Fue una cadena inevitable, al mejor estilo de las que se arrojan por debajo de la puerta con la imagen de algún santo varón –amenaza incluida-, y me correspondía seguir el rito. Mi mejor venganza, sin embargo, no vino de mis brazos cordiales como sí del mar de risotadas que causó el disfraz de mi victimario: se había perdido dentro de un traje de perro Pluto al que debía descabezar si acaso quería hablarnos. Al parecer no había escarmentado lo suficiente con el E.T. del año anterior.


      Mi primer disfraz fue el de un pirata de bigote, barba y cicatrices pintarrajeados con el lápiz de cejas de mi madre. Tuve por compinche a mi entrañable amigo Giovanni: “ahora a mí, ahora a mí”. Poco antes de ir a esa primera fiesta que fue también en casa de Lorenzo, salimos a la calle con nuestros espadines de palo y unas bolsas que nunca usamos. No estábamos en plan de mocosos pedigüeños. La recolección de caramelitos era cosa de niños, decíamos. Nuestro objetivo fue la puerta de un viejo seco que me arrebató mi pelota de fútbol una semana antes por el solo hecho de utilizar su garaje como arco en las definiciones por penales del ‘Inter Santa Beatriz’. Le dimos de palazos a su puerta hasta romper nuestras armas arrancadas a los cajones en que venían embaladas las fumigadoras que mi padre importaba de Alemania. Luego de la hazaña de unos auténticos piratas, corrimos como era menester. Giovanni, donde quiera que estés, perdóname por haberte hecho cómplice de mi plan canallesco. No tenías que comprarte ese pleito, que al cabo tú no viviste en Santa Beatriz. ¡Gracias!

      En los años posteriores me limité a cubrir la cabeza con un sombrero a lo Indiana Jones, salvo un 31 de octubre de fines de los noventa, cuando Raúl y yo visitamos por última vez el mítico antro de Lince llamado Swing. Ambos habíamos roto con nuestras enamoradas y era preciso olvidar aunque el lugar estuviese inundado de calabacitas plásticas con velitas ardiendo en su interior y esqueletos hechos de cartón. No cabía el disfraz, tampoco el sombrero.

       La nuestra fue una de las primeras generaciones de mocosos en adoptar la celebración made in USA, pues aquí en el Perú, mucho antes de que lo supiéramos –y de que existiéramos-, un señorón de esos de sombrero de copa y permanente traje de pingüino, firmó el decreto que en 1944 instauró el 31 de octubre como ‘Día de la canción criolla’. Cuando los saraos de salón o las farras de peña le daban tregua, don Manuel Prado Ugarteche ejercía de presidente constitucional de la República.



      La rúbrica emocional tardó algo más: Lucha Reyes, intérprete de muchos de nuestros valses, se permitió morir el 31 de octubre de 1973.

      Hace mucho que dejé los disfraces sustituyéndolos por tropiezos que pretenden ser bailecito. Siempre en una peña y a ritmo de guitarra y de cajón. Siempre, por cierto, disfrazado de mí mismo.

Lima, 31 de octubre de 2010

martes, 26 de octubre de 2010

EL DESCANSO DE PAUL


      Paul no es McCartney ni es Simon. Fue un vidente de ocho brazos que alcanzó la fama pronosticando certeramente el desenlace de los partidos del Mundial de Sudáfrica 2010. No pedía portadas ni billetitos verdes a cambio de sus dotes. Sus aspiraciones fueron más humildes: saciar su glotonería a punta de trozos de mejillón. Algo convenido, es verdad, aunque sin el lucrativo afán de quien busca un contrato. Tampoco pecó de parlanchín como esos comentaristas chistosamente acorbatados y de ceño fruncido. A diferencia de ellos, no creyó en ‘favoritos’: le bastaban dos cajitas con las banderas de los países en disputa, para callarles la boca a los cretinos que cobran por verborrear. Por si fuera poco, no tuvieron que pagarle estadía en hoteles, ni trasladarlo a los estadios, porque sus reportes los despachaba desde su hogar en Oberhausen, Alemania.

      Convertido en celebridad –él ni enterado-, fue sin duda el personaje del campeonato; le robó protagonismo a todos, y cuando digo a todos, es a todos, incluyendo a los españoles que quisieron nacionalizarlo. Como todo buen teutón, terco y pragmático, rechazó la invitación. Ya estaba algo entrado en años como para emprender viajecitos a título de trofeo de guerra y, encantado con la idea de saberse imagen del próximo Mundial, resolvió jubilarse. Se lo merece más que todos sus predecesores, algunos de ellos, híbridos perfectamente olvidables: una naranja con patas, un ají con bigotes, y un alucinado garabato con tufillo a manga nipona, entre los que recuerdo con no poco esfuerzo.

      Hoy ha muerto ese visionario y estas líneas improvisadas a manera de obituario, me saben a pálido homenaje, quizá porque aún no he almorzado y el hambre me rinde. Una cosa te prometo, estimado Paul: no comeré cebiche de pulpo nunca más.



Lima, 26 de octubre de 2010

martes, 19 de octubre de 2010

EL NOBEL DE VARGUITAS

El escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir…
Mario Vargas Llosa


      Ha transcurrido una semana desde que Peter Englund, secretario permanente de la Academia Sueca, lo hiciera público en sueco, inglés y castellano: "El premio Nobel de Literatura 2010, ha sido otorgado al escritor peruano Mario Vargas Llosa, por su cartografía de las estructuras del poder y sus acertadas imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo”. Una semana, tiempo suficiente para garabatear estas líneas, y clamorosamente insuficiente para atenuar mi regocijo de lector. El confeccionista de ficciones extraordinarias y envolventes rompía la suerte de Borges que lo atenazaba: el argentino murió sin recibir el galardón. Se había desecho el sambenito de ‘eterno candidato’ ante la monumentalidad de una obra que, como enredadera, lo abarca todo: novela, cuento, crónica, ensayo, teatro, periodismo, e incluso, poesía.



      Vargas Llosa es el reo feliz de su oficio; el hombre que vive la realidad para servirse de ella en la composición de un universo ficticio, y a la vez creíble, por el que deambulan personas hechas de palabras. El Poeta, El Esclavo y el Jaguar, sumidos en el rigor castrense de ese microcosmos del Perú que fue el Colegio Militar Leoncio Prado, en La ciudad y los perros; Pichula Cuellar más “cantado que contado” en la voz colectiva de su barrio miraflorino, en Los cachorros; Zavalita sorbiendo una copa de pisco en La Catedral después de haber mirado sin amor una avenida Tacna que conserva la desordenada fisonomía de los cincuenta de Conversaciones en La Catedral; Pedro Camacho machacando truculentos guiones de radioteatro en las teclas de una vieja Remington mientras la calle Belén vive fuera de los vidrios de su cubículo, en La tía Julia y el escribidor; el propio Mario, estudiante de Derecho y ‘pomposo’ director de informaciones de Radio Panamericana, estampándole un beso furtivo a Julia en el Negro Negro de la Plaza San Martín, con la complicidad de un bolero cadencioso. Y siguen discurriendo personajes, anécdotas, situaciones y escenarios que sentimos cercanos y reconocibles: la verdad de las mentiras, al fin y al cabo.

      Es también el catoblepas al que alude en su magnífico tratado de la estructura novelesca titulado Cartas a un novelista. Se engulle a sí mismo con la voracidad de aquel monstruo imaginario. Urga en su memoria para encontrar en sus vivencias la materia prima que irá cubriendo con los sucesivos ropajes de la ficción literaria. Para ese propósito se inflige un rudo horario de oficina que empieza al amanecer. Esa disciplina y la lectura de su primera novela, le mereció el apelativo de ‘el cadete’ entre sus compañeros del ‘boom’ latinoamericano de los sesenta. Estaba muy lejos de entregarse a la bohemia que espantó a ese ser extraño y providencial en el afianzamiento de su vocación literaria: su padre, Ernesto Vargas Maldonado, que al descubrir sus versos adolescentes llegó a considerarlo un maricón en potencia. Contradiciendo el orden genético, sabemos hoy que ese señor existió en el mundo gracias a que su hijo lo parió en algunas de sus novelas.


      Mi primer recuerdo de Mario Vargas Llosa es algo brumoso: el perfil afilado, su eterno mechón cayéndole en la frente, tecleando una máquina en la presentación de su programa La torre de Babel, en canal 5. Tiempo después descubrí en la biblioteca paterna un ejemplar de La Casa Verde cuya lectura aborté: demasiado compleja para un niño de ocho años. A los trece cayo en mis manos La ciudad y los perros y quedé deslumbrado, y para cuando leí Los Cachorros, era ya un vargallosiano confeso. Había probado un delicioso bocado del que nunca me sentiría suficientemente saciado: la literatura, y como el adicto que no puede desprenderse de su vicio, requería de más dosis, y entonces me reconcilié con La Casa Verde, la mítica cabaña piurana que fue algo más que un burdel.

      A lo largo de esta semana he leído todo tipo de comentarios. Los firmados con nombre propio suelen ser encomiables; los suscritos bajo seudónimos, o alias, son mezquinos a la par de necios: buscan encontrarle un cariz político a lo que en rigor es un reconocimiento literario. Su incursión en la política activa significó un baño de decencia al que nos habíamos desacostumbrado: el ejercicio de la honestidad y el destierro de la mentira como atributo irrecusable del político exitoso. Se eligió, sin embargo, al candidato que personificó el embauque para concluir, de su mano, en una dictadura abusiva y ladrona. Mi minoría de edad me impidió votar por él en 1990; lo habría hecho con gusto. El Perú perdió a un presidente de lujo y el mundo de las letras recuperó al magnífico literato que siempre fue.



      Vargas Llosa es un genuino acólito de la doctrina liberal. No la reduce al mero ámbito económico como quisieran los insensatos de bolsillos abultados y moral flexible. La defensa de la democracia y de las libertades públicas es parte integrante de esa cosmovisión. De ahí el desprecio del arequipeño por todo tipo de dictadura, sea de derecha o de izquierda, porque ellas, indefectiblemente, supuran efectos perniciosos para las sociedades que las padecen. Ello explica también su defensa irreductible de los derechos humanos a despecho de los falsos liberales que encubren su entraña intolerante y conservadora.
     

      Hoy que el Nobel ha hecho renacer un merecido interés por su obra, esperemos que la euforia no devenga al cabo de un tiempo en letargo. El mayor tributo que podemos ofrecerle a este hombre es leerlo. Leerlo profusamente; a él en especial, y en general a todo buen escritor. En este caso, el hábito sí hace al monje.



Lima, 18 de octubre de 2010