El incendio de uno de los ocho
edificios que integran el complejo arquitectónico de la plaza Dos de Mayo, la
más bella y representativa del período republicano, sobrecoge mas no toma por
sorpresa.
Concluido el espectáculo de
miradores, barandales y cornisas derribándose entre lenguas de fuego, no falta el
coro plañidero, inútil y extemporáneo de las autoridades locales y del Gobierno
Central que, en su afán por deslindar responsabilidades, se distribuyen
verbalmente las culpas, siempre con un sospechoso rictus de lamento.
Desconcertó que la ministra de
Cultura, Diana Álvarez Calderón, en entrevista concedida a RPP TV el día mismo
del incendio (16 de octubre), sostuviera que el Ministerio de Cultura (MINCUL) se
limitaba a declarar la monumentalidad histórica de un bien inmueble, cualquiera
fuese su naturaleza, pública o privada, y que, tratándose de bienes privados,
su despacho no podía intervenir más allá de la mera declaración. Es una
argumentación falaz, pues no puede ignorar que el hecho mismo de otorgar la
calidad de ‘monumento histórico’ a un determinado bien, establece restricciones
al derecho de propiedad, de manera que, por ejemplo, cualquier modificación o
añadido a la estructura original, debe contar con autorización previa del
MINCUL. Ello en obediencia a un principio de intangibilidad externa e interna
del inmueble, en tanto monumento. Las personas que habitan este tipo de bienes,
saben que para ejecutar las llamadas ‘mejoras necesarias’ (intervenciones
destinadas a impedir su destrucción o deterioro), deben solicitar un permiso del
Ministerio de Cultura, cuya tramitación engorrosa y dilatada en el tiempo,
genera perjuicios insalvables al predio. El derecho de propiedad, pues, no es
un derecho absoluto cuando estamos frente a esta clase de inmuebles; está limitado
por razones de interés público, como lo establece la ley.
El estado de un edificio que es
patrimonio histórico, está -en teoría- sujeto a supervisiones periódicas del
MINCUL para verificar su estado de conservación, impedir que se dañen o
modifiquen sus estructuras y, en última instancia, para prevenir desastres como
el del Dos de Mayo. Lo contrario sería reducir la categoría de ‘monumento
histórico’ a un mero membrete relumbrón e hipócrita, carente de contenido. El
MINCUL desistió de ese derecho que es, a su vez, una obligación inexcusable. Resulta
no menos sintomático que desde que el antiguo Instituto Nacional de Cultura fue
elevado a la categoría de Ministerio, haya dispuesto medidas tan
controversiales e inadecuadas como el arrinconamiento del Museo de la Nación para
dar cabida a escritorios burocráticos, y autorizar la amputación de zonas
arqueológicas de incalculable valor en beneficio de autopistas, como en el caso
de Puruchuco, algo impensable en cualquier ciudad latinoamericana que estime –como
de hecho estiman- el legado de sus ancestros. Solo Lima se permite tal suicidio bajo una óptica de autosuficiencia que raya con la idiotez. Pareciera que, como en las primeras décadas del
siglo XX, las autoridades del MINCUL suscribieran la nefasta idea de que, no importando cuánto se destruya en el camino, todavía nos queda mucho por explotar… ¡Y vaya que explotó en el Dos de Mayo!
No menos responsabilidad le
atañe a la Municipalidad Metropolitana de Lima, quien tiene en sus manos las
tareas de Defensa Civil. Si como ha dicho la alcaldesa Susana Villarán, muchos
de los negocios ubicados en inmuebles que están dentro del área declarada
Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, han sido objeto de
notificaciones y multas por infracciones “al no cumplir con los requisitos
básicos de seguridad y licencias”, extraña que no se haya ordenado la clausura
definitiva de dichos establecimientos. Estaba dentro de sus prerrogativas el
hacerlo. No podemos, sin embargo, ser mezquinos con una gestión que se ha visto
jaqueada desde un primer momento por un proceso revocatorio que, de alguna
manera, la paralizó y distrajo. Por el contrario, con todos los baches que le
impusieron sus detractores, logró hacer mucho en el ámbito cultural, como la
creación de una gerencia en dicha materia, que las gestiones que le precedieron
no tomaron en cuenta, excepción hecha de la de Alberto Andrade, quien estableció
la Bienal de Cultura que el señor Castañeda se encargó de desactivar. La debilidad
de Villarán al combatir a ciertas industrias que medran del Centro Histórico,
es lo más reprochable, pues, según se sabe, el incendio habría sido generado en
una fábrica clandestina instalada en el segundo piso del edificio calcinado.
El tema que subyace en estas
líneas, es el de la fragilidad que, en materia de protección del patrimonio monumental
limeño (de eso que nos hace verdaderamente singulares, más allá del cebichito y
de la mazamorra morada), tiene pendiente una capital sudamericana que se jactó
alguna vez de ser la de la América del Sur. Hoy, la Empresa
Municipal Inmobiliaria de Lima, reconoce que el Centro Histórico alberga el
mayor número de tugurios de la ciudad, y que, cuando menos 5000 inmuebles del lugar,
están a punto de caerse en pedazos sin necesidad de incendios. Poco o nada se
hace por revertir esta situación.
BREVE INFORMACIÓN HISTÓRICA.-
Conviene a este momento recordar
que los edificios de la plaza son muy posteriores al bello obelisco al cual
rodean. El monumento conmemorativo a la victoria del Dos de Mayo de 1866, se
levantó en 1874, durante el gobierno de Manuel Pardo y Lavalle (primer
presidente civil del Perú), sobre lo que fue el Óvalo de la Reina, contiguo al
Camino Real del Callao (hoy avenida Colonial). La esplendidez del monumento
contrastaba con la miserable apariencia de galpones y chinganas. No fue sino
hasta 1924, durante el oncenio de Leguía, y como parte de las celebraciones de
la Batalla de Ayacucho y del Congreso Panamericano de ese año, que don Víctor
Larco Herrera, propietario de la próspera Hacienda Roma, se propuso dotar al
monumento de un marco digno de su fábrica. Convocó para ello al arquitecto
francés Claude Sahut, quien trazó los planos que concluiría el polaco Ricardo
de la Jaxa Malachowski.
El
óvalo del Dos de Mayo formaba una unidad con el de Bolognesi a través de la
amplia y arbolada avenida Alfonso Ugarte, llena de palacetes y caserones de
banqueros y prósperos empresarios. (Hasta hoy se conserva el del señor Augusto
Wiese, en la esquina de Ugarte y Bolivia.) La idea original consistía en crear un
gran paseo para la ciudad que tuviera, al mejor estilo parisino, dos remates
igualmente soberbios.
Lima, octubre de 2014