lunes, 30 de diciembre de 2024

RIBEYRO O LA ASUSENCIA DEL MUDO (2004) (*)


                                                                              Lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida                                              y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas... Si alguna certeza adquirí es que no existen las certezas.

Julio Ramón Ribeyro
                               

Hace una década, su figura desgarbada, su caminar encorvado y la sombra de su nariz aguileña retando el pavimento grisáceo de las aceras limeñas, abandonaron ese trajín dominical y mañanero que Julio Ramón se permitió en los últimos meses de su vida; esos en los que se acompañó de sus cuatro inseparables cómplices: su veterana flacura, sus recuerdos, sus libros, y los humos de un cigarrillo rozándole la maraña del bigote estrenado poco antes de su retorno a Lima; retorno con fumarada de despedida. El eco de sus personajes -esos “mudos” a quienes dio voz en letra impresa- o finalmente la propia memoria, urgida de los paisajes de una infancia y adolescencia felices, lo retornaban de su refugio barranquino a la quinta neobarroca de la avenida 28 de Julio, en Miraflores, donde las arias de Verdi inundaban los espacios en la voz de un Caruso a la vitrola, sacando de quicio a doña Pancha, la regordeta y varicosa enemiga de Memo García, protagonistas ambos de las Tristes querellas en la vieja quinta. Por supuesto que ni los discos de Caruso sonaban ya, ni la redonda mujer descargaba sus iras alzando el volumen de un radio que chillaba radionovelas lacrimógenas. Quizás jamás se pelearon de verdad, quizás jamás existieron –algo que en Literatura poco o nada importa-, pero allí los hizo reñir; en la quinta en que vivió, aquella que observaba ensimismado en 1994, repasando un tiempo ido entre enredaderas, madreselvas y ese par de palmeras que continuaban erguidas como centinelas resguardando el ingreso a aquel mundo de sus mejores años. Media hora después emprendía el retorno al departamento barranquino con vista al mar, siempre huidizo, cimbreando el malecón Armendáriz, cruzando el puente, internándose por las estrechas callecitas del Barranco antiguo, para no ser reconocido.

 


            Ribeyro fue ese híbrido genial en el que la timidez y la introversión comulgaban de igual a igual con una existencia bohemia; rehuía las multitudes, pero chocaba los cristales de un vaso de pisco confundiéndose en sonoro “¡salud!” con el criollazo Manuel Acosta Ojeda, en medio del bullicio etílico de una chingana de Surquillo. Sus modales circunspectos de Consejero Cultural del Perú ante la UNESCO, en Francia, se engarzaban sin colisión alguna con sus noches errantes por las lluviosas calles parisinas en compañía de Alfredo Bryce Echenique, tras la caza de un par de guapas chicas dispuestas a todo, o en su defecto, abortado el flirteo, aplacar el frío nocturno y la virilidad herida con generosas copas de vino tinto en la primera taberna que se les presentara al paso. Ribeyro, sin embargo, no fue jamás un borrachín, tan solo un bebedor social, aunque eso le significase acompañar la borrachera de un amigo –las de Bryce, por ejemplo-, o suspender entre sus dedos la copa de champaña en una recepción oficial, con la elegancia que el protocolo exige, tal como lo haría Aníbal en Espumante en el sótano.

 

 Fumador sí fue, impenitente y compulsivo. A esa adicción deliciosa debía el cáncer pulmonar que lo desahució para la ciencia, y él, devoto hasta el final del tabaco, se rendía al supremo placer de expeler bocanadas de humo al viento; total, si la muerte le concedía unos meses por estos caminos terrenales, había que disfrutar del cigarrillo: amigo y amado victimario. No fue la primera vez que el uso y abuso de ellos lo había sometido a tediosos tratamientos, postrándolo en las camas de las clínicas, mientras repetía con humor irónico lo que escribió en sus Prosas apátridas: “(...) mi supervivencia reside en haberme mantenido como hasta ahora en <<los umbrales de la salud>>. (...) Es la salud la que me conduciría a la muerte y la enfermedad lo que me mantiene vivo”. En Sólo para fumadores, más que un cuento una autobiografía de su tabaquismo, describe descarnadamente las jocosas –y por momentos, patéticas- peripecias que vivió en Europa para procurarse una cajetilla de cigarrillos: deshaciéndose de su amada biblioteca en donde las obras de Valery, Balzac, Chejov, Flaubert, y un ejemplar autografiado de Ciro Alegría, dieron lugar a cajetillas y cigarrillos sueltos de toda procedencia. “Mis libros se habían hecho literalmente humo”, escribió. Años después, y ante la amenaza del tasajeo quirúrgico con que el doctor Dupont pretendía paliar su tabaquismo, Alina, su esposa, vio con felicidad cómo al rayar el alba, Julio Ramón, enfundado en un buzo que le bailaba, emprendía un maratón rumbo al mar, ignorando que el motivo de esos insólitos y desconocidos bríos deportivos, tenían como destino cualquiera de las cinco cajetillas que había sepultado en distintos puntos de la playa debidamente señalizados.

 

Ribeyro es el escritor que rehúye los asedios de la prensa, el centelleo de las cámaras fotográficas, el gentío en torno a él, las ceremonias en su honor. “Me molesta la fama porque no me permite pasar desapercibido, me saca del anonimato en el cual me gusta vivir”, explicaba. Enemigo de la figuración y del “prestigio social del escritor”- término acuñado por Vargas Llosa en uno de sus ensayos sobre la novela moderna-, Julio Ramón fue injustamente postergado de la galería de consagrados del “boom” de la narrativa latinoamericana de los sesentas y setentas, acaso por voluntad propia, escapando de una notoriedad que no perseguía, pese a los reconocimientos obtenidos y al indiscutible liderazgo nacional que ejercía en el género del cuento, habiendo incursionado también en la narrativa larga con tres novelas: Crónica de San Gabriel (Premio Nacional de Novela en 1960), Los geniecillos dominicales (1965), y Cambio de guardia (1976). Tampoco le fue esquiva la dramaturgia: su obra de teatro Vida y pasión de Santiago el pajarero, basada en la vida de Santiago de Cárdenas, el ingenioso autor de un tratado de navegación aérea emulando el vuelo de las aves, que causó la hilaridad del virrey Amat en el siglo XVIII, le valió el Premio Nacional de Teatro en 1959, además de otras ocho piezas, reunidas en dos volúmenes, bajo la denominación de Teatro (1975), en los que no se incluye a Atusparia (1981), su última obra para las tablas. 

 

En las Prosas apátridas (originalmente publicadas en 1975 y aumentadas en 1978), y más contundentemente en los Dichos de Luder (1989), Ribeyro irrumpe en un tipo de ensayo crítico que cuestiona sus propias creencias filosóficas, haciendo gala de un humor sarcástico contra sí mismo y contra el entorno inmediato, semejante al que practicó Henry Louis Mencken en la Norteamérica de los años veinte, aunque a diferencia de éste, buscando respuestas a sus propias interrogantes en vez de confinarse en el mero escepticismo. Así, refiriéndose una vez más a su endeble salud, sentencia: “La única manera de vivir muchos años es estando siempre un poco enfermo –dice Luder-.La muerte es un usurero que prefiere cargar primero con la buena moneda”.

 

Es en el cuento, en la narrativa corta, en donde Ribeyro despliega su mayor capacidad creativa. La mayoría de sus relatos tienen como común denominador a la frustración del protagonista; habrá de presentarse siempre un hecho imprevisible, insospechado, fortuito, que termina abortando sus aspiraciones, no importando el estrato social al que pertenezca, de allí la condición de marginales de sus personajes, entendiendo por tal no sólo al indigente, sino también al fracasado, quizás por ello Ribeyro mismo bautiza su libro de memorias bajo un título por demás sugerente: Tentación del fracaso, y es que él es el compendio de los múltiples protagonistas de sus cuentos; con ellos comparte alegrías efímeras, proyectos truncos, vivencias marcadas. Él presta su pluma para darles voz, pues finalmente él también es un “mudo” al igual que ellos, un marginal. No obstante, Ribeyro no es la nostálgica tristeza que deambula entre Barranco y Miraflores, echando bocanadas de humo gris: es tan sólo un hombre tímido consciente de sus limitaciones. Una de esas limitaciones fue  la novela, como lo confiesa en un diálogo inserto en los Dichos de Luder:

 

“Le preguntan a Luder por qué no escribe novelas.

                  

-          Porque soy un corredor de distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a  llegar al estadio cuando el público ya se ha ido”.

 

 No es pues ni remotamente ese monumento andante a la depresión y al pesimismo enfermizo que fue Vallejo. Ribeyro, por el contrario, fue un hedonista en sus largos años de soltería, sin que ello menoscabara su metódico ritmo de trabajo frente a la máquina de escribir. En una entrevista concedida en 1991, se extrañaba de que se le considerara un escritor trágico y pesimista cuando “hay, yo creo, cosas muy divertidas. Yo me divierto mucho cuando escribo”.

 

Para Ribeyro, un cuento debe contar necesariamente una historia, poseer una trama que, real o ficticia, capture al lector al extremo de conmoverlo, divertirlo, sobresaltarlo; en suma, crearle sensaciones que lo determinen a continuar la lectura hasta el final, sin pausas de por medio. Un mandamiento pétreo como éste, descalificaría al que se tiene por el cuento más breve del mundo: El dinosaurio del guatemalteco Augusto Moterroso, que consta de una única oración: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Por otro lado, Ribeyro considera -y con razón- que un cuento debe estar exento de toda moraleja, colisionando él mismo con dicho precepto al escribir Alienación (Cuento edificante seguido de breve colofón), brillantísimo relato que narra la imposible transformación del zambo Roberto –teñida de pelo y empolvada de rostro mediantes- en el gringo Bob, prototipo del hombre inconforme con su propia humanidad que, adoptando personalidad, ademanes y apariencias estadounidenses, provoca el ridículo y la burla entre sus conocidos, que como él, se desviven en proezas para alcanzar la atención de Queca, la chica de las piernas “que con el tiempo serían legendarias”.

 

La cuentística de Ribeyro está plasmada en nueve libros: Los gallinazos sin plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964), Tres historias sublevantes (1964), Los cautivos (1972), El próximo mes me nivelo (1972), Silvio en el Rosedal (1977), Sólo para fumadores (1987), y Relatos santacrucinos (1992). Todos ellos han sido reunidos desde 1973 en cuatro tomos bajo el título La palabra del mudo, el último de los cuales apareció en 1992, con reedición aumentada en 1994.

 

Decíamos que Ribeyro fue injustamente relegado de la categoría de “grande” del “boom” pese a ostentar sobrados méritos para incluirse en ella. Esto en parte a su rechazo a la fama, y en gran medida al hecho sintomático de haber escrito en el extranjero y publicado esencialmente en el Perú, con lo que su obra no alcanzó la difusión internacional que permitió a Borges, Cortázar y al propio Bryce, distinguirse en el género del cuento dentro del ámbito hispanoamericano. Su narrativa, sin embargo, sí fue profusamente leída y estudiada por críticos extranjeros, llegándose incluso a escribir tesis en torno a su producción literaria, pero el gran público seguía siéndole mayoritariamente desconocido, y no fue hasta noviembre de 1994, en los umbrales de su existencia, que su nombre alcanza el relieve internacional que merecía con antelación, al obtener el IV Premio Internacional de Cuento ‘Juan Rulfo’. Su esposa Alina y su único hijo, Julio, recibieron el galardón de manos del presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari, ante su imposibilidad de viajar a tierras aztecas por su salud resquebrajada, aunque no pocos escépticos, aseguran que, consecuente con su personalidad, prefirió no exponerse a las cámaras, a las luces, a la muchedumbre y al ceremonial que nunca compatibilizaron con su introvertida personalidad. Suficiente sacrificio le significó autografiar los ejemplares de sus Cuentos completos (Alfaguara, 1994) que manos anónimas le alcanzaban entre empujones de admiradores que pugnaban por arrancarle una firma aprovechando su presencia en la Feria del Libro de aquel año. Él lo soportó con sencillez y sonrisas agradecidas a sus lectores.

 

Desde la publicación en 1955 de su primer libro de cuentos, Los gallinazos sin plumas, Ribeyro fue vislumbrado como el escritor que le haría sombra al gran Abraham Valdelomar, considerado por muchos –entre los que se cuenta Luis Alberto Sánchez- como el mejor cuentista del siglo XX. De hecho, la breve vida del ‘Conde de Lemos’, no le permitió producir una obra tan abundante como la concebida por Ribeyro, pero nadie puede negar a estas alturas que en el esquivo Julio Ramón, el Perú tiene a su mejor cuentista, e Hispanoamérica le reconoce hoy un sitial de privilegio entre los narradores del “boom”.

 

El 4 de diciembre de 1994, Julio Ramón observó el vaivén de las olas de la Costa Verde desde la ventana de su dormitorio barranquino. La neblina había cedido ante el sol primaveral y la playa vista desde lo alto del acantilado aparentaba un tapiz de seres diminutos que ingresaban al mar, mientras otros, tumbados en la arena, encaraban los rayos solares buscando el bronceado perfecto. De pronto, vio una higuerilla que crecía huérfana de riego entre las empinadas faldas del barranco. La imagen lo conmovió, devolviéndole a las primeras líneas de Al pie del acantilado, que repitió en silencio: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Ella no pide favores a nadie, pide tan sólo un pedazo de espacio para sobrevivir”. Recordó las reprimendas del doctor Dupont en contra de su tabaquismo, y en su honor, dio una bocanada de humo. Fue la última.


Luis Fernando Poblete Elejalde

 Lima, 23 de noviembre de 2004

 

 

(*) El texto, previamente revisado para su publicación al conmemorarse los treinta años del deceso de Julio Ramón Ribeyro, mantiene inalterable la puntuación y ortografía vigentes al momento de ser escrito.                           


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