He arado
en el mar
Simón Bolívar
BATALLA DE AYACUCHO Y LA CAUSA LIBERTADORA DE SIMÓN BOLÍVAR Y MANUELA SÁENZ (*)
Luis
Fernando Poblete Elejalde
Antes de su
llegada al Perú, el 2 de septiembre de 1823, Simón José Antonio de la Santísima
Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco, conocía de la anarquía que agobiaba a
la naciente República, y el propio Libertador José de San Martín, le había
hecho saber las tres veces que conferenciaron en Guayaquil, que debía cuidarse
de José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, marqués de Montealegre de
Aulestia. Al hacer dimisión de su cargo de Protector del Perú ante el Congreso
que había convocado, dejó al futuro ‘Pruvonema’ como prefecto de Lima. El
Congreso debía establecer la forma de gobierno que más le convenga al país.
Bolívar había enviado a Antonio José de Sucre un año antes a Lima y, le confirmó otros hechos de barbarie llevados a cabo por los oficiales al mando de Canterac: habían retomado la tortura, como a José Olaya Balandra, el intrépido pescador que interceptaba las cartas del enemigo. Lo mismo hizo con doña Melchora, su madre.
Por su linaje aristócrata Riva Agüero -apodado el 'Niño Pepito'- se creía con derecho a gobernar. Y en efecto, fue el primer Presidente de la República, merced al motín de Balconcillo y, sin duda alguna, fue el primer golpista que tuvo el Perú. Otro tanto, más zalamero, y menos arrogante, era Bernardo de Tagle y Portocarrero, también marqués, a quien correspondió Bolívar tomando las precauciones debidas. El empedrado político y militar no se mostraba llano. Bolívar ya había conocido a gentes como ellas años antes.
Francisco de Paula Santander, un civil y otrora amigo de Simón Bolívar, investido por este en el grado de general y confiado la vicepresidencia de Colombia, le dio daga moral a su mentor cuando supo de su victoria en Junín. “Un presidente de Colombia no puede mandar tropas colombianas mientras sea Dictador del Perú”, escribió.
Él que todo le dio, era ahora negado a jefaturar la batalla final. Tuvo, pues, que confiársela a Antonio José de Sucre, vencedor en Pichincha y merecedor de su confianza. Lo cierto es que para la campaña final tomaron parte con igual arrojo, peruanos, colombianos, chilenos, argentinos, españoles convencidos de que la América debía separarse de la metrópoli, y hasta ingleses, especialmente de origen irlandés.
Bolívar tuvo que devolverse a Lima cuando gracias a Ninavilca, Huavique, Vidal, y otros montoneros que desquiciaban al enemigo, estaba a punto de someter finalmente a los realistas. Su ministro de Estado, José Faustino Sánchez Carrión, anteriormente ‘Solitario de Sayán’, lo vio acongojarse en la Quinta de la Magdalena. “Sea Sucre, pues, doctor Carrión”, le dijo.
Son las ocho de la mañana del 9 de diciembre de 1824. Ambos ejércitos están frente a frente, examinándose el uno al otro. Los realistas lo hacen desde las alturas del Condorcunca; el patriota, situado desde el día anterior en el valle de la Quinua, debajo de aquel pétreo centinela, mira hacia las alturas forzando la vista. En apariencia, la ubicación de los realistas es inmejorable, pero el cusqueño Agustín Gamarra, jefe del Estado Mayor, es un conocedor de la sinuosa geografía serrana; de sus bondades y peligros, de sus dificultades y beneficios. Sabe que están cercados y así se lo hace saber al general Antonio José de Sucre, Comandante en Jefe del Ejército Patriota.
Hacia las diez de la mañana, vuelve Monet. Le indica a Córdova que el virrey concede que los patriotas inicien la contienda. El peruano José de La Mar, que está a su costado, rechaza la invitación y, subrayando sus palabras, le replica cortésmente que ello corresponde a las armas de Fernando VII, pues los americanos son los dueños de casa. Monet, con un mohín de fastidio, emprende el retiro junto a su escolta.
Sucre está consciente de que la gran falencia de su ejército radica en las pocas armas de fuego con que dispone (5,780 soldados y 2 piezas de caballería ante 9,320 soldados y 11 piezas de artillería enemigas). Toda su esperanza está puesta en el valor de los soldados y de la causa que defienden. Montado en su caballo, va escudriñando rostros y semblantes. Intenta adivinar ánimos y, oyendo los primeros fuegos enemigos, decide romper cualquier duda: “¡Soldados, de los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur!”. Desenvaina el sable y señalando con él a los realistas que descendían hacia ellos, prosiguió: “¡Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia! ¡Viva la libertad de América! ¡Viva el Perú!". Los vítores corren atronadores en las gargantas de oficiales y soldados decididos a embestir y someter a los soldados del Rey.
Mira hacia lo alto y da instrucciones a Córdova de ganar el cerro; hay que silenciar los cañones del enemigos. Este se apea del caballo, se descubre el sombrero jipijapa, levanta su espada y da la orden a los suyos: "¡División! ¡Al Frente! ¡Armas a discreción! ¡Paso de vencedores! ¡Marchen!". Lanzas en mano, se precipitan hacia los fuegos enemigos de las divisiones de Monet y Villalobos. Muchos caen. El Condorcunca se entinta de rojo sangre. Pero aquellas piezas de artillería exhiben ahora sus bocas ensordecidas al cielo. El monte está ganado.
En la pampa no es menor el estruendo. La tierra tiembla ante las pisadas de los herrajes. Sobre los equinos, chillan las espadas de peruanos, colombianos, argentinos, chilenos e irlandeses que combaten juntas en contra de las de los realistas. Tampoco cesa el fuego, y los jinetes caen heridos o muertos. Los primeros son llevados al hospital de campaña acondicionado en la iglesita de la Quinua. Allí, entre vendas, quejidos y estertores, se reencuentran dos hermanos que horas antes se habían estrechado en efusivo abrazo antes de devolverse a sus respectivos y enfrentados bandos: Leandro, el realista, y Ramón Castilla, el patriota convencido.
La división realista de Valdés había sorprendido a la colombiana de Vargas y a la peruana de La Mar. Sucre ordena a los Húsares de Junín ir en auxilio de ellas, tiempo valioso para que el mariscal peruano restaure sus batallones, providencialmente potenciado por los montoneros de la sierra. Los oficiales españoles no dan crédito a lo que sucede: los invade el desconcierto. Muchos de los soldados peruanos que lucharon por las armas del “muy deseado” Fernando VII, resuelven entonces volverlas en contra de sus propios jefes. El virreinato más poderoso de América empezaba a resentir la frialdad que precede a la muerte.
El cabo Villarroel, estando a punto de ultimar a un hombre herido en la frente y regiamente uniformado, fue retenido por el sargento de los Húsares de Junín, Pantaleón Barahona. José de la Serna e Hinojosa, último virrey del Perú, había salvado la vida gracias a la intervención de aquel humilde sargento peruano, no obstante, su arrogancia y poder murieron en el acto. El virreinato que desconoció la proclamación del 28 de julio de 1821, permitiéndose convivir con un Estado soberano, acababa de fenecer.
Canterac pide una capitulación honrosa y aunque fechada el mismo día de la batalla, las peticiones originales de los vencidos fueron rechazadas por surrealistas. No sería firmada por Sucre sino hasta dos días después. El amanuense es el español Carratalá, ex estudiante de leyes.
Manuela Sáenz lo contempla todo, desde la batalla en que montó brioso corcel, espada en ristre, hasta la prédica del Jefe del Estado Mayor realista. Sucre rubrica en el Parte de Guerra y en carta a Bolívar su participación y la propone como “Coronela del Ejército Colombiano”. Ella patriota al fin, había cumplido con su deber como portadora de la Orden El Sol del Perú que dos años atrás le había concedido el general José de San Martín por los altos honores servidos al Perú, antes incluso de conocer a Bolívar.
El
Libertador le increpa su ausencia en la Quinta. Ella responde desde Ayacucho:
“Sabed, señor mío, que no nací para ser anfitriona. Usted y yo somos muy
lúcidos como para mantener nuestro sentimiento en paz. Le informo que el
Mariscal don José ha sostenido la batalla incluso mejor que el bondadoso
Sucre”. Hablaba con honor de José de La Mar, único mariscal peruano en la Pampa de la Quinua, pero
nuevamente Santander arremete en carta dirigida al Dictador del Perú y
Presidente de Colombia. En su verbo insidioso, la futura ‘Libertadora del
Libertador’ no era digna de portar uniforme y dignidades militares por su
condición de mujer. Bolívar lo ignoró.
Viudo a los
20 años de María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza, la sublimaba. Era Manuela
su esencia y respiro, su querida y defensora, y ella le corresponde dignamente.
En ella está la esencia de Manuela, su espíritu y su sentir; su inquebrantable libertad de mujer divinamente rebelde, que no se arredra ante los dedos y murmullos decimonónicos.
Es también autora del triunfo de Ayacucho, aunque desconocida como soldada por una historia oficial que la omitió y la sigue omitiendo. Quiteña de nacimiento, vivía ya en el pueblo de La Magdalena (hoy limeñísimo distrito de Pueblo Libre), casada a fuerza con un marino mercante inglés, mal llamado médico, James Thorne. Y como aquí reposan los huesos de su compatriota Rosa Campusano, reposan también sus cenizas en Paita en lugar desconocido, llevándose con su muerte gran parte del epistolario que el Libertador le había confiado.
El marqués de Torre Tagle se había refugiado con su mujer en el Real Felipe junto a otros títulos de Castilla. Él que había lucido la banda presidencial, bramaba desde ahí: “¡Muera el Perú canalla!”. Temía alguna represalia de Bolívar. Como su predecesor y antagonista Riva Agüero, Bernardo de Tagle había entrado en enjuagues con La Serna para derrocar al Libertador. Saldría de la fortaleza con los pies por delante, víctima del escorbuto.
Aquel otrora joven hacendado mantuano de 22 años, cumplió el juramento hecho ante su maestro, Simón Rodríguez, en el Monte Sacro de Roma:
“¡Juro delante de usted, juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor y juro por mi patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!”.
No hubo más virreyes ni capitanes generales de la corona española, no obstante, apareció la guadaña de la ambición; el poder es suficiente aroma para algunos seducidos. Bolívar resiente la situación. Siente como propias las balas que dan muerte a Sucre en Berruecos. Él mismo fue víctima de un atentado en Bogotá del que solo Manuela lo salva. Los compañeros de batalla en Ayacucho se derrocaban entre ellos, como en el Perú lo había hecho Gamarra contra La Mar. Vidaurre reniega de él. Lee a Larriva, haciéndole mofa: “Cuando de España las trabas en Ayacucho rompimos, otra cosa más no hicimos, que cambiar mocos por babas. Nuestras provincias esclavas quedarán de otra nación. Mudamos de condición; pero solo fue pasando del poder de Don Fernando al Poder de Don Simón”. Recordó que lo propio dijeron de San Martín.
Solo pudo llegar hasta Santa Marta, su salud estragada, le impedía ir al exilio. Hubo de pasar ahí sus últimos días a manera de huésped de un bondadoso español, Joaquín de Mier.
“Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.
Ello, en efecto, ocurrió el 17 de diciembre de 1830, a los 47 años de edad. Manuela, su fiel y adorada Manuela, le sobreviviría once años. El cuerpo del hombre que diera su fortuna personal a la causa de la libertad de Hispanoamérica, fue amortajado con la camisa de un edecán.
Justo es coincidir con Luis Alberto Sánchez: “La muerte de Bolívar avergüenza… Ella es la condenación de nuestras patrias todas. Asesinamos al Libertador. Nosotros le matamos. Nosotros le herimos, más que con puñales y balazos, con nuestra ruindad y con nuestra ingratitud” (Sánchez, 1997, p. 17).
Lima, noviembre - diciembre de 2024
(*) Ponencia del autor en el Auditorio del Museo Bolivariano en Pativilca, Barranca, Perú, el 21 de noviembre de 2024.
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