Aquella mañana del 17 de agosto de 1850, el viejo general se levantó a la hora de costumbre; los años y las dolencias que lo postraron por días, no habían anulado su extraordinario reloj biológico que, en sus años mozos, sorprendiera a sus camaradas de armas del ejército español. La fiebre había cesado y quería distanciarse del dormitorio en que había sufrido los escalofríos y las malas noches.
Pepita lo llevó del brazo a la habitación de su hija Mercedes. Su caminar era cansino, y aunque arrastraba los pies, su cuerpo siempre erguido no cedió a la curvatura de los hombres de su edad. En la habitación lo aguardaba también Mariano, su yerno, a quien profesaba cariño paternal.
Apenas bebió un mate por desayuno y escuchó una vez más de labios de Mercedes la dulce súplica de regresar a París, pues la humedad de Boulogue-sur-Mer estaba minando su resquebrajada salud. El anciano no le contestó.
A despecho de las cataratas que le impedían ver más allá de los vidrios de las ventanas, recordó los paseos con las nietas que escuchaban con delectación sus anécdotas militares; eran otros tiempos. Ellas alegraban el otoño de sus días, y aunque jóvenes y en edad de merecer, María Mercedes y Josefa –Pepita- no escatimaban besos y halagos al abuelo querendón.
Le animaba el canturreo de las aves, el calor de la familia, pero no se engañaba: en su estado, un traslado a la capital francesa era tentar a la muerte, por lo demás, él había escogido este puerto por residencia con el fin de emigrar a Inglaterra si se complicaban los avatares políticos locales. En su fuero interno sabía que ello sería igualmente un imposible.
Recordaba aún la abrupta e insospechada muerte de Alejandro Aguado, su gran amigo y benefactor desde que llegó a esas tierras. Él lo había introducido en los medios intelectuales, organizando célebres tertulias en las que departía con músicos como Gioachino Rossini, y escritores como Víctor Hugo. San Martín le estaba muy agradecido por haberle presentado a esos hombres a los que tanto admiraba. “No se engañe, don José –le replicó el buen Aguado-. Ellos vienen a las tertulias para conocerlo a usted.”
Resentía que su visión estragada no le permitiera volcarse a la lectura de los libros que le facilitaba su vecino y arrendador Adolphe Gérard, joven abogado y bibliotecario de la ciudad, que habría de convertirse en amigo entrañable.
Al mediodía se sentó al borde de la mullida cama de Mercedes, quien ya tenía en sus manos los periódicos del día. Don José no se permitía desconocer los últimos acontecimientos de los que daba cuenta la prensa, y ella, con voz acompasada, empezó la lectura, por momentos interrumpida por los comentarios de su padre. No obstante su débil salud, su mente mantenía locuacidad y lucidez extraordinarias.
Su brazo izquierdo descansa en el bastón; su diestra migra intermitente entre el mentón y el cano bigote. Pasada las dos de la tarde, su hija notó con angustia que su voz abaritonada había callado; había dejado de escucharla y sus ojos acuciaban alarma. Recordó entonces las palabras que, semanas antes, pronunció con dolorida sonrisa: “Es la tristeza que llega al puerto”. José le hizo un gesto a Mariano Balcarce, que el yerno comprendió de inmediato y, sin mediar palabra, llevó a Mercedes a una habitación contigua.
El general recostó la cabeza en el respaldar de la cama de su hija, y así el hombre que ejecutó el prodigioso cruce de los Andes, cruzó finalmente el umbral de la inmortalidad. El reloj de la habitación anunciaba las tres de la tarde.
Luis Fernando Poblete Elejalde
Lima, agosto de 2020
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