jueves, 9 de diciembre de 2010

¿Y SI LENNON NO HUBIESE MUERTO?


      Especulaciones a manera de respuesta han hecho discurrir ríos de tinta a lo largo de treinta años. Habría tomado parte de algún esporádico reencuentro de The Beatles en los ochenta y noventa, como en efecto hicieron Paul, George y Ringo, alegan unos. Se hubiera divorciado de Yoko Ono, la bruja oriental que de pura entrometida desencadenó la ruptura del cuarteto de Liverpool, imaginan otros. Los más truculuentos lo ven muerto de alguna sobredosis en los noventa. Es un ejercicio entretenido el echar a andar la imaginación sobre lo que pudo ser y no fue. A esto se le llama ucronía. Es una actividad tan divertida como inútil: Lennon fue lluvia de ceniza derramada sobre los jardines del Central Park de Nueva York. A John Winston Lennon lo mataron el 8 de diciembre de 1980.

      David Mark Chapman le descerrajó cuatro tiros por la espalda poco antes de las once de la noche, cuando el británico estuvo a punto de traspasar el umbral del edificio Dakota. Horas antes, John le había firmado un autógrafo que, según el propio Chapman, era un mero garabato ininteligible. La furia no lo llevó a victimar a su ídolo, fue algo más que eso: un ideal profusamente soñado, el deseo de trascender con Lennon, de formar parte de su historia. No se conformaba con ser un admirador más. Si Julia por ser su madre había merecido una canción desgarradora y acaso culpable en su etapa de solista, él, sin música ni letra, ambicionaba con entrar subrepticiamente en el legajo vital del autor, que su nombre se recordase tanto como el de la progenitora: “Ella le dio la vida y yo se la quité”. Indisolubles los tres. Desafortunadamente, consiguió su propósito.

       Para diciembre de 1980, Lennon distaba de ser el barbudo y desbocado profeta musical de la paz, que se emparentó con la cultura hippie de finales de los sesenta y principios de los setenta. Años antes, ‘Imagine’ había sembrado en muchos melenudos la utopía de la hermandad humana más allá de los linderos de la geografía y de la piel. Era, desde luego, un mensaje manoseado que, cantado por él, sonaba persuasivo e innovador. A fines de los cincuenta, había jugado al transgresor y ensayaba piruetas a lo Presley sobre la tarima de un escenario escolar con su grupo The Quarrymen, al que se uniría Paul McCartney y, tiempo después, George Harrison.

      Hoy, con cuarenta años encima, le cantaba a cosas más cercanas y alcanzables: el amor de su propia mujer en ‘Woman’, la vívida experiencia de ser padre de Sean en ‘Beautiful boy’ (lo que no pasó con Julian en sus tiempos de Beatle), o al simple hecho de vivir sin más pretexto que una letra divertida y un sonsonete contagioso, como en ‘Starting over’. Sin dejar de soñar, fue más cotidiano. Tiempo atrás le cantó al fin de la guerra de Vietnam con arrumacos de villancico en ‘Happy Christmas (war is over)’. Asomaba un Lennon más perspicaz mientras McCartney canturreaba con Linda (su esposa), y un Harrison, virtuoso con las cuerdas pero de poca creatividad, plagiaba a The Chiffons para hacerse de un éxito con ‘My sweet Lord’.

      John pronosticaba un mejor tiempo para su música. Creía que los cuarenta le sentarían bien y lo ayudarían a madurar como cuando, abatido por la soledad de los burdeles y de los clubes neoyorquinos, rugió el regreso de su bienamada Yoko bajo las notas de un aflautado ‘Stand by me’.

      Muchos proyectos visitaban de continuo la prolífica mente de Lennon. El 17 de noviembre había publicado su álbum ‘Double Fantasy’, el más logrado de su carrera de solista. Y tras una ardua sesión de grabación que le supuso toda la tarde y parte de la noche, regresaba por fin a descansar entre el amor de Yoko y de su hijo Sean. Próximo a la reja de entrada, lo aguardaba el gordito bonachón a quien horas antes  había dedicado un disco. Lennon lo evade. El sueño lo está venciendo y él sólo quiere cruzar esa reja para descansar bajo la calidez del hogar.

       Cinco disparos rompen la noche, de los cuales cuatro le impactan en la espalda. Lennon cae de bruces contra el pavimento gris y, con él, el telón de una vida controvertida y fructífera que marcó a toda una generación; una vida que sigue cosechando adeptos en las nuevas como sello distintivo de que los grandes artistas no tienen fecha de caducidad.



Lima, 8 de diciembre de 2010


domingo, 31 de octubre de 2010

ENTRE EL HALLOWEEN Y LA PEÑA PERUANA


      “¿De qué te disfrazarás esta noche?”, me pregunta una amiga. La miro con cariño, le sonrío traviesamente y evado la respuesta. Hace mucho que no me disfrazo más que de mí mismo. La última vez fue de soldado a la prusiana. La varicela que Giancarlo me contagió entre abrazos efusivos y malintencionados, se había esparcido por mi cuerpo dejando a buen recaudo mi cara, y sin ánimo de perderme la fiesta de Halloween en casa de Lorenzo, callé con maldad. Si querían noche de brujas, hechos unas brujas quedarían muchos con las muestras de mi afecto aquella friolenta noche atemperada por la benevolencia de una fiebre tenue. Cierto es que Giancarlo no fue un malvado: a él lo había contagiado también un amigo del colegio. Fue una cadena inevitable, al mejor estilo de las que se arrojan por debajo de la puerta con la imagen de algún santo varón –amenaza incluida-, y me correspondía seguir el rito. Mi mejor venganza, sin embargo, no vino de mis brazos cordiales como sí del mar de risotadas que causó el disfraz de mi victimario: se había perdido dentro de un traje de perro Pluto al que debía descabezar si acaso quería hablarnos. Al parecer no había escarmentado lo suficiente con el E.T. del año anterior.


      Mi primer disfraz fue el de un pirata de bigote, barba y cicatrices pintarrajeados con el lápiz de cejas de mi madre. Tuve por compinche a mi entrañable amigo Giovanni: “ahora a mí, ahora a mí”. Poco antes de ir a esa primera fiesta que fue también en casa de Lorenzo, salimos a la calle con nuestros espadines de palo y unas bolsas que nunca usamos. No estábamos en plan de mocosos pedigüeños. La recolección de caramelitos era cosa de niños, decíamos. Nuestro objetivo fue la puerta de un viejo seco que me arrebató mi pelota de fútbol una semana antes por el solo hecho de utilizar su garaje como arco en las definiciones por penales del ‘Inter Santa Beatriz’. Le dimos de palazos a su puerta hasta romper nuestras armas arrancadas a los cajones en que venían embaladas las fumigadoras que mi padre importaba de Alemania. Luego de la hazaña de unos auténticos piratas, corrimos como era menester. Giovanni, donde quiera que estés, perdóname por haberte hecho cómplice de mi plan canallesco. No tenías que comprarte ese pleito, que al cabo tú no viviste en Santa Beatriz. ¡Gracias!

      En los años posteriores me limité a cubrir la cabeza con un sombrero a lo Indiana Jones, salvo un 31 de octubre de fines de los noventa, cuando Raúl y yo visitamos por última vez el mítico antro de Lince llamado Swing. Ambos habíamos roto con nuestras enamoradas y era preciso olvidar aunque el lugar estuviese inundado de calabacitas plásticas con velitas ardiendo en su interior y esqueletos hechos de cartón. No cabía el disfraz, tampoco el sombrero.

       La nuestra fue una de las primeras generaciones de mocosos en adoptar la celebración made in USA, pues aquí en el Perú, mucho antes de que lo supiéramos –y de que existiéramos-, un señorón de esos de sombrero de copa y permanente traje de pingüino, firmó el decreto que en 1944 instauró el 31 de octubre como ‘Día de la canción criolla’. Cuando los saraos de salón o las farras de peña le daban tregua, don Manuel Prado Ugarteche ejercía de presidente constitucional de la República.



      La rúbrica emocional tardó algo más: Lucha Reyes, intérprete de muchos de nuestros valses, se permitió morir el 31 de octubre de 1973.

      Hace mucho que dejé los disfraces sustituyéndolos por tropiezos que pretenden ser bailecito. Siempre en una peña y a ritmo de guitarra y de cajón. Siempre, por cierto, disfrazado de mí mismo.

Lima, 31 de octubre de 2010

martes, 26 de octubre de 2010

EL DESCANSO DE PAUL


      Paul no es McCartney ni es Simon. Fue un vidente de ocho brazos que alcanzó la fama pronosticando certeramente el desenlace de los partidos del Mundial de Sudáfrica 2010. No pedía portadas ni billetitos verdes a cambio de sus dotes. Sus aspiraciones fueron más humildes: saciar su glotonería a punta de trozos de mejillón. Algo convenido, es verdad, aunque sin el lucrativo afán de quien busca un contrato. Tampoco pecó de parlanchín como esos comentaristas chistosamente acorbatados y de ceño fruncido. A diferencia de ellos, no creyó en ‘favoritos’: le bastaban dos cajitas con las banderas de los países en disputa, para callarles la boca a los cretinos que cobran por verborrear. Por si fuera poco, no tuvieron que pagarle estadía en hoteles, ni trasladarlo a los estadios, porque sus reportes los despachaba desde su hogar en Oberhausen, Alemania.

      Convertido en celebridad –él ni enterado-, fue sin duda el personaje del campeonato; le robó protagonismo a todos, y cuando digo a todos, es a todos, incluyendo a los españoles que quisieron nacionalizarlo. Como todo buen teutón, terco y pragmático, rechazó la invitación. Ya estaba algo entrado en años como para emprender viajecitos a título de trofeo de guerra y, encantado con la idea de saberse imagen del próximo Mundial, resolvió jubilarse. Se lo merece más que todos sus predecesores, algunos de ellos, híbridos perfectamente olvidables: una naranja con patas, un ají con bigotes, y un alucinado garabato con tufillo a manga nipona, entre los que recuerdo con no poco esfuerzo.

      Hoy ha muerto ese visionario y estas líneas improvisadas a manera de obituario, me saben a pálido homenaje, quizá porque aún no he almorzado y el hambre me rinde. Una cosa te prometo, estimado Paul: no comeré cebiche de pulpo nunca más.



Lima, 26 de octubre de 2010

martes, 19 de octubre de 2010

EL NOBEL DE VARGUITAS

El escritor siente íntimamente que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir…
Mario Vargas Llosa


      Ha transcurrido una semana desde que Peter Englund, secretario permanente de la Academia Sueca, lo hiciera público en sueco, inglés y castellano: "El premio Nobel de Literatura 2010, ha sido otorgado al escritor peruano Mario Vargas Llosa, por su cartografía de las estructuras del poder y sus acertadas imágenes de la resistencia, rebelión y derrota del individuo”. Una semana, tiempo suficiente para garabatear estas líneas, y clamorosamente insuficiente para atenuar mi regocijo de lector. El confeccionista de ficciones extraordinarias y envolventes rompía la suerte de Borges que lo atenazaba: el argentino murió sin recibir el galardón. Se había desecho el sambenito de ‘eterno candidato’ ante la monumentalidad de una obra que, como enredadera, lo abarca todo: novela, cuento, crónica, ensayo, teatro, periodismo, e incluso, poesía.



      Vargas Llosa es el reo feliz de su oficio; el hombre que vive la realidad para servirse de ella en la composición de un universo ficticio, y a la vez creíble, por el que deambulan personas hechas de palabras. El Poeta, El Esclavo y el Jaguar, sumidos en el rigor castrense de ese microcosmos del Perú que fue el Colegio Militar Leoncio Prado, en La ciudad y los perros; Pichula Cuellar más “cantado que contado” en la voz colectiva de su barrio miraflorino, en Los cachorros; Zavalita sorbiendo una copa de pisco en La Catedral después de haber mirado sin amor una avenida Tacna que conserva la desordenada fisonomía de los cincuenta de Conversaciones en La Catedral; Pedro Camacho machacando truculentos guiones de radioteatro en las teclas de una vieja Remington mientras la calle Belén vive fuera de los vidrios de su cubículo, en La tía Julia y el escribidor; el propio Mario, estudiante de Derecho y ‘pomposo’ director de informaciones de Radio Panamericana, estampándole un beso furtivo a Julia en el Negro Negro de la Plaza San Martín, con la complicidad de un bolero cadencioso. Y siguen discurriendo personajes, anécdotas, situaciones y escenarios que sentimos cercanos y reconocibles: la verdad de las mentiras, al fin y al cabo.

      Es también el catoblepas al que alude en su magnífico tratado de la estructura novelesca titulado Cartas a un novelista. Se engulle a sí mismo con la voracidad de aquel monstruo imaginario. Urga en su memoria para encontrar en sus vivencias la materia prima que irá cubriendo con los sucesivos ropajes de la ficción literaria. Para ese propósito se inflige un rudo horario de oficina que empieza al amanecer. Esa disciplina y la lectura de su primera novela, le mereció el apelativo de ‘el cadete’ entre sus compañeros del ‘boom’ latinoamericano de los sesenta. Estaba muy lejos de entregarse a la bohemia que espantó a ese ser extraño y providencial en el afianzamiento de su vocación literaria: su padre, Ernesto Vargas Maldonado, que al descubrir sus versos adolescentes llegó a considerarlo un maricón en potencia. Contradiciendo el orden genético, sabemos hoy que ese señor existió en el mundo gracias a que su hijo lo parió en algunas de sus novelas.


      Mi primer recuerdo de Mario Vargas Llosa es algo brumoso: el perfil afilado, su eterno mechón cayéndole en la frente, tecleando una máquina en la presentación de su programa La torre de Babel, en canal 5. Tiempo después descubrí en la biblioteca paterna un ejemplar de La Casa Verde cuya lectura aborté: demasiado compleja para un niño de ocho años. A los trece cayo en mis manos La ciudad y los perros y quedé deslumbrado, y para cuando leí Los Cachorros, era ya un vargallosiano confeso. Había probado un delicioso bocado del que nunca me sentiría suficientemente saciado: la literatura, y como el adicto que no puede desprenderse de su vicio, requería de más dosis, y entonces me reconcilié con La Casa Verde, la mítica cabaña piurana que fue algo más que un burdel.

      A lo largo de esta semana he leído todo tipo de comentarios. Los firmados con nombre propio suelen ser encomiables; los suscritos bajo seudónimos, o alias, son mezquinos a la par de necios: buscan encontrarle un cariz político a lo que en rigor es un reconocimiento literario. Su incursión en la política activa significó un baño de decencia al que nos habíamos desacostumbrado: el ejercicio de la honestidad y el destierro de la mentira como atributo irrecusable del político exitoso. Se eligió, sin embargo, al candidato que personificó el embauque para concluir, de su mano, en una dictadura abusiva y ladrona. Mi minoría de edad me impidió votar por él en 1990; lo habría hecho con gusto. El Perú perdió a un presidente de lujo y el mundo de las letras recuperó al magnífico literato que siempre fue.



      Vargas Llosa es un genuino acólito de la doctrina liberal. No la reduce al mero ámbito económico como quisieran los insensatos de bolsillos abultados y moral flexible. La defensa de la democracia y de las libertades públicas es parte integrante de esa cosmovisión. De ahí el desprecio del arequipeño por todo tipo de dictadura, sea de derecha o de izquierda, porque ellas, indefectiblemente, supuran efectos perniciosos para las sociedades que las padecen. Ello explica también su defensa irreductible de los derechos humanos a despecho de los falsos liberales que encubren su entraña intolerante y conservadora.
     

      Hoy que el Nobel ha hecho renacer un merecido interés por su obra, esperemos que la euforia no devenga al cabo de un tiempo en letargo. El mayor tributo que podemos ofrecerle a este hombre es leerlo. Leerlo profusamente; a él en especial, y en general a todo buen escritor. En este caso, el hábito sí hace al monje.



Lima, 18 de octubre de 2010

jueves, 23 de septiembre de 2010

CIEN AÑOS DE UNA HAZAÑA AÉREA MUNDIAL: JORGE CHÁVEZ


      El aeropuerto internacional de Lima lleva su nombre, y con él se bautiza a más de una calle en toda la República. Su figura perennizada en piedra, corona pedestales en plazas y parques del Perú, Francia, Italia y Suiza. Pero, ¿quién es este Jorge Chávez que no llegó a pisar la tierra de su patria y sólo vino a dar a ella hecho cadáver? Su nacimiento en París el 13 de enero de 1887, aunque matizado por el hecho de haber sido inscrito como peruano en el consulado patrio de la capital francesa, nos dice algo. Sus padres, el exitoso banquero Manuel Gaspar Chávez Moreyra y doña María Rosa Isabel Dartnell Guisse (1), formaban un matrimonio de limeños que, como tantos otros, huyó de la capital peruana tras la ocupación chilena, llegando a Francia en 1884. Sus hijos, a excepción del mayor, Felipe Manuel, habrían de nacer en el exilio europeo.

      Jorge Antonio, llegado a la adultez, hubiera podido optar por la nacionalidad francesa que le correspondía por nacimiento y por crianza; contrariamente a ello, siguió haciendo uso de su nacionalidad peruana y practicando el castellano junto a su madre y hermanos. Para cuando se graduó de ingeniero, su padre había dejado de existir. Con todo, los Chávez Dartnell mantenían su holgado estatus de vida, gracias a las utilidades que desde Lima les redituaba el negocio familiar, el Banco Chávez Hermanos.

      El Jorge de carne y hueso anidaba un espíritu aventurero. Seductor en más de un sentido, paseaba por las calles parisienses la pulcra y moderna vestimenta confeccionada a gusto propio, que habría de ser imitada por los jóvenes franceses de la época. Era el dandy de una familia que sumaba cinco hermanos. Una que otra vez endulzó con elegantes piropos los oídos de las jovencitas que supieron corresponder a su penetrante mirada. No era sin embargo un mero diletante; estudiante brillante y aplicado gimnasta, se dejó conquistar por los deportes y experiencias extremos, entre ellos, la ilusión de tentar el vuelo de los pájaros.


      Siete años antes de que Chávez remontara los aires por primera vez, la aviación no era más que el disparate de unos cuantos temerarios que pretendían poner en práctica las tesis renacentistas de Leonardo da Vinci. El temible vuelo de estos hombres había demostrado la posibilidad de acortar distancias, favoreciendo la comunicación postal. Los viajes cubrían cortas rutas, y la efectividad y rapidez del correo estaban supeditadas a lo que en adelante hicieran las líneas férreas. La aviación era fundamentalmente un deporte que no había abandonado del todo su etapa experimental.

      Corría el año 1910, cuando el joven ingeniero recién graduado, fascinado por la novedad y las posibilidades que este deporte ofrecía a futuro, mudó a aviador. Tras su paso por la escuela de los hermanos Harman, obtuvo su ansiada licencia de piloto, y el 28 de febrero de ese año sobrevoló la ciudad de Reims por espacio de una hora y cuarenta y dos minutos. Chávez se juzgó entonces lo suficientemente preparado como para tomar parte de su primera competencia internacional. Agenciándose de una máquina Voisin, se elevaría por los aires de Biarritz el 2 de abril, haciéndose de seis mil francos en calidad de premio. A éste seguirían otros torneos en Francia, Italia, Hungría, Inglaterra y Escocia.

      Entre abril y septiembre de 1910, los diarios europeos dieron cuenta de sus victorias en sendas notas que rebotaron en sus pares peruanos. El 8 de septiembre estableció la marca mundial de la época al alcanzar la altura de 2.652 metros. El Congreso peruano le expresó telegráficamente su júbilo por la proeza, a lo que Chávez contestó: “Agradezco compatriotas. No pierdo servicios aviación prestará Patria. (Fdo) Chávez”. Días después, manifestó a su hermano Felipe la ilusión de promover la práctica de la aviación en tierra peruana.

      Abrigaba este sueño cuando se anunció la competición de vuelo que habría de opacar a cualquier otra antes vista: cruzar los Alpes. Hasta entonces, nadie había osado vencer aquella muralla natural entre lo probable y lo imposible. Sus cumbres se alzaban cual guerreros divinos en ademán de frenar todo atrevimiento humano. La fecha fijada para acometer semejante herejía, el 23 de septiembre; el lugar de partida, Ried-Brig, Suiza.

Día 23

      Aquel día, Jorge despertó poco antes del amanecer. Vistió una chompa beige de alto cuello y pantalón bombacho aprisionado por gruesos calcetines a la altura de las canillas. Calzó los botines lustrados con esmero, para mirarse luego en el espejo y acomodarse el gorro de cuero bajo el cual escondía una cabellera perfectamente asentada. Salió de la pequeña habitación rumbo al descampado en que se alzaban los improvisados hangares de madera. Sobre cada uno de ellos flameaba una bandera distinta. Contabilizó cuatro extranjeras: las de Alemania, Estados Unidos, Francia e Italia. Encima del marco de la puerta que cobijaba al Blériot XI, leyó su apellido trazado en pintura negra. Coronando el techo a dos aguas, ondeaba la bandera roja y blanca del Perú. Dio entonces una rápida inspección a la nave; era un monoplano adquirido poco antes del torneo de Champagne, construido de tela y madera, y montado sobre un par de ruedas angostas, similares a las de un triciclo. Dio una vuelta a la hélice como jugando, y frotándose las manos, caminó de regreso al cuarto para beber una humeante taza de café y esperar los primeros rayos de la mañana.

      Horas más tarde, los cinco aviones estaban apostados en el campo en línea horizontal. Jorge, puesto los anteojos y el casco de cuero, se acomodó en la silleta de mimbre del Blériot, mientras los jueces hacían las últimas coordinaciones. Había terminado de abotonarse la casaca forrada de amianto, cuando descubrió del lado izquierdo de la nave a un hombre que, libreta en mano, le inquiría por sus expectativas. Era un periodista londinense. El peruano alzó el brazo derecho y señalándole con el índice la cadena montañosa que se divisaba a lo lejos, respondió: “Pase lo que pase, voy a estar del otro lado de los Alpes”. Minutos después, los jueces dispusieron el desalojo de los curiosos arremolinados en torno a las máquinas voladoras. La competencia iba a comenzar.

      Frotó una vez más sus manos cubiertas por gruesos guantes de cuero a la espera de que el banderín diese la señal. Al verlo bajar, accionó los cincuenta caballos de fuerza del Blériot que segundos después se elevó con ligereza. A su paso por los pueblos intermedios, distinguió desde lo alto el repetitivo agitar de pañuelos con que los lugareños saludaban el paso de su nave.

      Frente a él, cada vez más cercanas, veía venir aquellas cúspides amenazantes; debía remontarlas a como dé lugar. Las naves adversarias habían quedado rezagadas. La tenue neblina las desdibujaba a la distancia, simulando pequeños insectos zumbadores. Jorge supo que había llegado el momento. Fijó la mirada en el cielo para bajarla de inmediato hacia las moles que acababa de vencer. La cola del monoplano, pintada con los colores de la bandera peruana, sería lo último que los Alpes vieran de su primer transgresor. Jorge lanzó un grito de satisfacción.

      Ya del otro lado de la cordillera alpina, en tierra italiana, llegó hasta sus oídos el eco de los vítores de los habitantes de Domodossola, la localidad en que debía aterrizar para proveerse de combustible y seguir rumbo a Milán, destino final del torneo. El reto, sin embargo, ya estaba ganado.

      Jorge empezó el descenso con normalidad. Su felicidad y la confianza en sí mismo estaban al tope luego de haber vencido los Alpes. De pronto, sucedió lo impredecible: restando escasos veinte metros para tocar tierra, las alas del Bléirot se desprendieron y la nave fue a estrellarse de manera estrepitosa contra el campo previamente preparado para festejar su hazaña.

      Los pobladores corrieron presurosos hasta el lugar del siniestro y, encontrando a Jorge consciente y quejándose de dolor de piernas, lo rescataron de entre las ruinas de la nave y lo entablillaron para conducirlo luego al cercano Hospital San Biaggio.

      El examen médico arrojó fracturas en las piernas y algunas  contusiones leves en el rostro. Lo realmente grave era la gran cantidad de sangre que había perdido el joven piloto. Sólo su fortaleza física lo mantenía con vida.

El desenlace

      Promediando las dos de la tarde del día 27, Jorge sintió venir el despegue a un itinerario distinto. Susurró entonces con voz estertórea: “La altitud… arriba, más arriba… el motor… debo bajar… quiero levantarme”. Una tía suya lo tomó de un brazo, acariciándolo. Su hermano Juan lo tomo del otro. Jorge observó esas miradas tristonas y una que otra lágrima que intentaron reprimir de manera infructuosa. Fue entonces que apretó lo más que pudo las manos de sus parientes y, con voz firme y decidida, exclamó: “¡No, yo no me muero!”, luego de lo cual emprendió su vuelo final. Las agujas del reloj marcaban las dos y cincuenta y cinco minutos de la tarde.

El arribo a la patria

      El cuerpo del joven aviador peruano de 23 años recibió el homenaje del rey de Italia y del presidente francés. Meses después, el 19 de marzo de 1911, la familia Chávez Dartnell entregó al gobierno peruano los restos del Blériot de Jorge. No obstante, uno de sus sueños quedaba aún suspendido en el cielo de sus ilusiones: ir al Perú, tal como confesara a su hermano Felipe. El viaje que Jorge había previsto con tanto entusiasmo para inicios de 1911, habría de postergarse por espacio de cuarenta y seis años. Llegó a Lima en 1957, y fue recibido con el rugir de un motor que le era familiar. En eso apareció por la pista el mítico Blériot XI, reconstruido a partir de sus piezas originales, para detenerse finalmente cerca del mausoleo que la Fuerza Aérea del Perú le erigió en la Base de Las Palmas. Ahí descansa en paz Jorge Antonio Chávez Dartnell, custodiado por su querida e histórica nave.



Lima, 23 de septiembre de 2010


(1) Doña María Rosa, madre de Jorge Chávez, fue nieta del almirante Martín Jorge Guisse (1780-1829), valeroso combatiente en las luchas por la independencia y fundador de la Marina de Guerra del Perú. Murió heroicamente en la toma de Guayaquil, durante la guerra declarada al Perú por la Gran Colombia.  

Jorge poco antes del despegue


Preciso momento en que cruza los Alpes


Chávez llegando a Domodossola, segundos antes del accidente

Cortejo fúnebre en Domodossola, Italia.

Tumba de Jorge Chávez en la Base Aérea de Las Palmas, Lima, Perú.


Obelisco erigido en honor de Chávez en el lugar del accidente, Domodossola, Italia.


Monumento a Jorge Chávez en Domodossola, Italia.


Monumento a Jorge Chávez en Brigue, Francia.


Obelisco en memoria de Jorge Chávez en Lima, Perú.


El Blériot XI reconstruido con las piezas originales
(Base Aérea de Las Palmas, Lima, Perú)


Estampilla conmemorativa


Aeropuerto Internacional Jorge Chávez, Lima, Perú.


Jorge Antonio 'Geo' Chávez Dartnell



viernes, 17 de septiembre de 2010

MUGRE Y CONTIENDA EDIL


      Lo lamentable de esta campaña electoral de cara a la alcaldía de Lima, es que el protagonismo mude de las ideas y programas, a las menudencias y a las diatribas. Aún peor es que esta tendencia provenga de ciertos sectores del periodismo que, subestimando al elector al punto de rebajarlo a la categoría de ganado, pretenden manipularlo creando espantajos y temores a fin de favorecer a un candidato en desmedro de otro. El cotejo de planteamientos en pro de una mejor ciudad, cede a la carátula deformada y tremendista de un diario, o al invasor y delictivo recurso de la interceptación telefónica.

      Esto último llama particularmente la atención pues lleva a preguntarnos quién está detrás de una táctica repulsiva que nos devuelve a las prácticas de la dictadura de Fujimori y Montesinos que no dudó en echar mano de ella para combatir opositores. Hablamos desde luego de la propagación de una conversación privada entre la candidata Lourdes Flores y su asesor y correligionario Xavier Barrón en el programa de Jaime Bayly. No soy defensor oficioso de la señorita Flores; los tendrá, y en abundancia, entre quienes piensan votar por ella, grupo al que no me adhiero porque me ahuyenta la compañía del tal Barrón, que sugiere presionar al gerente de una encuestadora a fin de “mover las cifras”, al igual que las conversaciones que sostuvo con un personaje poco menos que impresentable como Remigio Morales Bermúdez, pero, verdades sean dichas, ¿quién no ha montado en cólera ante una frustración? Es más que evidente que Flores, vencida por un arranque de impotencia ante su desplazamiento a un segundo lugar en las encuestas, lanzó en privado una serie de frases y epítetos que no expresan su genuino sentir. Ello, sin embargo, no contraría la necesidad de disculparse ante el electorado por el dislate y hacer un claro deslinde con las pretensiones del tal Barrón, en aras de la decencia tantas veces pregonada.

      Quizá en un primer momento privilegió la presidencia de la República por sobre la alcaldía de Lima, pero lo cierto es que Flores ha demostrado en los últimos meses un interés incontestable por hacerse del sillón de Nicolás de Ribera  al dedicarse a tiempo completo a su campaña. Si verdaderamente le importara un comino la alcaldía capitalina, no expondría con vehemencia y lucidez un plan de trabajo coherente y realizable. Algunos hijos, presas de la exaltación, llegan a escupir exabruptos en contra de sus padres cuando les quitan el juguete favorito, sin que ello signifique odio o desdén por ellos. Es así como debiera entenderse la pataleta de Flores.

      En la misma orilla manipulatoria está la actitud canallesca del diario Correo en contra de Susana Villarán –por quien tampoco votaré-, emparentándola con el senderismo y achacándole una serie de sambenitos que harían las delicias de Joseph McCarthy, el intolerante senador estadounidense que en los años cincuenta y con semejante paranoia a la del señor Mariátegui y similares, perseguía ‘rojos’ hasta en las arañas de su dormitorio.

      Esa forma de ejercer el periodismo con el afán de arrear a los electores cual si fueran bestias, rebajándolos al hedor de las alcantarillas y negándoles toda capacidad analítica, nos hace entrever la mugre mayor que habrá de reinar en la contienda presidencial del año venidero, para deleite de los herederos de la dictadura de los noventa.

      ¡Lástima!


                                                                                        Foto: Caretas


Lima, 17 de septiembre de 2010


miércoles, 15 de septiembre de 2010

EPITAFIO DE UN TRISTÍSIMO DECRETO

     
       La pluma es más poderosa que la espada, reza el dicho que hoy podría servirle de epitafio al Decreto Legislativo 1097 y, de refilón, al impresentable tránsito de Rafael Rey por el Ministerio de Defensa, aunque el vocinglero y desatado modo con que defendió un dispositivo a todas luces inconstitucional, impone sustituir la espada por la lengua.

      No hay precedente en la historia reciente que dé cuenta de hecho similar al que, en cuestión de horas, desencadenó la carta que Mario Vargas Llosa envió el lunes al presidente García. A pocas horas de recibida, y haciendo gala de una inusitada celeridad en un país acostumbrado a la parsimonia política, el mandatario remitió al Congreso el proyecto de ley que hirió de muerte al decreto que procuraba la impunidad de otras muertes.

      Tres días atrás, cuando publicamos nuestro último artículo, no se vislumbraba una luz al final del túnel que indicase rectificación del Ejecutivo. Cierto es que a lo largo de ese túnel se vio de cuando en cuando una que otra lumbre: la incomodidad frente al decreto por parte del ministro de Justicia, Víctor García Toma, era evidente. Él, jurista de primer nivel, profesor universitario y, ante todo, persona decente, no podía convalidar un dispositivo que iba en contra del texto constitucional. El Ministerio Público, por su parte, preparaba una demanda de inconstitucionalidad que habría de unirse a la ya interpuesta por la bancada nacionalista. Ni el rechazo mayoritario a nivel de opinión pública y de medios de prensa, ni tan siquiera los cuestionamientos de diversos organismos e instituciones nacionales e internacionales, incluida la Oficina para Asuntos de América Latina del gobierno estadounidense, consiguieron atenuar la posición irreductible del presidente y las bravuconadas de su flamígero ministro Rey, oscureciendo el camino de salida… Hasta que llegó la carta de Vargas Llosa presentando a García su renuncia irrevocable a la presidencia de la comisión encargada de la construcción del Lugar de la Memoria.




      La misiva del escritor es un gesto de dignidad y de consecuencia con las propias convicciones. Representa también una sonora bofetada a aquellos sectores ultraconservadores, intolerantes y nostálgicos del autoritarismo, a quienes la frase ‘derechos humanos’ trepana los oídos y cuece las vísceras. Y es que Vargas Llosa es todo lo contrario de un ‘caviar’, esa muletilla ridícula que obsequian a quienes no tienen la ‘inteligencia’ de pensar como ellos. Desde su rompimiento con el castrismo y la izquierda a fines de los años sesenta, Vargas Llosa ha exhibido una inquebrantable y lúcida defensa de la economía de mercado y de los principios liberales, junto a una protección inclaudicable de los derechos humanos. De ahí su repugnancia por toda dictadura, sea de derecha o de izquierda, porque es en estos regímenes autocráticos y omnímodos que se cometen las más aberrantes violaciones de los derechos fundamentales.

      Los diarios que tergiversan los principios liberales y pretenden secuestrarlos en su beneficio (que no pasan de tres o cuatro), omitieron cualquier referencia a la carta de Vargas Llosa en sus portadas, lo que viene a confirmar el sonrojo que la cachetada moral del escritor les ha infligido.

      Ayer, martes 14, tras un arduo debate de tres horas, el pleno del Congreso de la República, con noventa votos a favor y el solitario y previsible voto en contra del almirante Luis Giampietri, derogó el Decreto Legislativo 1097. De este modo, el Parlamento lo ha inhumado en la fosa común de las artimañas tinterillescas en donde habrá de hacerle compañía a su precedente inmediato: la ya amarillenta ley de amnistía que diera el fujimorato en 1995 en beneficio del grupo Colina. Las polillas obrarán en ellos lo que los gusanos en los cuerpos humanos de los que ya no existen.


      No obstante ello, debemos tomar conciencia de que esos cadáveres de papel pueden resucitar con distinta numeración si es que no nos alineamos en la defensa de la continuidad democrática, haciendo frente a la remembranza dictatorial que nace de los mismos que, pretendiendo hacerse del poder con una improvisación programática escandalosa, tienen como fin único la liberación del ex dictador Alberto Fujimori;  aquél que en el curso de su gobierno de algo más de diez años, probó sobradamente ser un incapaz en tanto no contara con la colaboración de su socio y cómplice Vladimiro Montesinos.



      Para terminar, consignamos un dato curioso que, más que coincidencia cronológica, pareciera ser una suerte de lección de la historia: la derogación del Decreto Legislativo 1097, se dio exactamente diez años después de la publicación del video Kouri-Montesinos (14 de septiembre de 2000), que precipitó la caída de la infausta dictadura de la dupla Fujimori-Montesinos.

Lima, 15 de septiembre de 2010


Lea la carta de Mario Vargas Llosa en el siguiente enlace:


domingo, 12 de septiembre de 2010

UN MONSTRUO LEGAL: EL DECRETO LEGISLATIVO 1097


       La dación del Decreto Legislativo 1097 que pretende imponer una fecha para considerar la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, y sustraer de responsabilidad penal a los miembros de las fuerzas armadas y policiales que pudieran haber incurrido en ellos, ha generado una justa ola de rechazo no sólo a nivel de medios y de opinión pública en general; también en algunos entes del propio Estado, como el Ministerio Público y la Defensoría del Pueblo.

       Al margen de su evidente inconstitucionalidad sobre la que nos ocuparemos luego, la promulgación de este dispositivo legal es políticamente inoportuna teniendo en cuenta los esfuerzos del propio presidente García por desembarazarse de los nubarrones de su primer gobierno. Lo que ha conseguido es desenterrar unos esqueletos acusadores y cosechar más de una suspicacia. Torpeza mayor es haber delegado la exposición y defensa mediática de la norma en un personaje como Rafael Rey, tan vinculado al régimen de Fujimori y Montesinos, condenados y encarcelados precisamente por violaciones de los derechos humanos.



      El decreto establece que los delitos de lesa humanidad son imprescriptibles sólo a partir de 2003, año en que el Perú se adhirió a la Convención de las Naciones Unidas sobre la materia, como si el respeto a la vida que es el atributo más importante de la esencia humana estuviera sujeto a fechas o suscripciones de tratados. Idea semejante es devolvernos a la segunda mitad del siglo XIX, cuando el positivismo jurídico reducía el Derecho a la sola dimensión legal, de forma tal que sólo era Derecho lo que estaba consignado en las normas escritas. El derecho a la vida, a la integridad física, y a la libertad no nacen de una ley interna o de un tratado multilateral, sino de la dignidad misma del ser humano. La ley reconoce y enuncia los derechos fundamentales de la persona, no los crea, por tanto, establecer un momento a partir del cual son imprescriptibles un tipo de delitos que atentan contra ellos, como los de lesa humanidad, es un despropósito y un disparate. Bajo ese raciocinio, Argentina no podría procesar las violaciones cometidas durante el régimen castrense. Por si ello no bastara, hay senda jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos anterior al año 2003 –y la jurisprudencia es también una fuente del Derecho, al igual que la ley-, que establece la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad, siendo esta la razón por la que los crímenes perpetrados durante el fujimorato (Cantuta, Barrios Altos, Mariella Barreto, y otros), fueron procesados en el fuero común tan pronto como se reinstauró la democracia, en mérito a que la Corte Interamericana había fallado que la ley de amnistía dada por Fujimori en 1995 para favorecer a los miembros del Grupo Colina, carecía de efectos jurídicos.

      No sólo la lógica (o ilógica) jurídica sobre la que está construido el decreto de marras es desfasada y absurda; el dispositivo deviene también en inconstitucional al otorgar beneficios a militares y policías inmersos en procesos por violaciones de los derechos humanos. El beneficio consiste en disponer el sobreseimiento (archivo) de un proceso de lesa humanidad seguido contra un miembro de las Fuerzas Armadas al no haberse obtenido sentencia en un plazo máximo de treinta y seis meses. Democracia e igualdad ante la ley son conceptos indesligables; no existe lo primero sin lo segundo. Si el señor Rey se hubiese dado el pequeño trabajo de revisar la Constitución aprobada por el Congreso Constituyente del que formó parte, recordaría que toda persona es igual ante la ley (Artículo 2, inciso 2), de modo que no se puede legislar concediendo beneficios procesales a un determinado grupo de personas sin atender al resto de ellas. Todos tenemos derecho a un mismo trato ante el órgano jurisdiccional: militares, policías y civiles. O se confiere el beneficio procesal a todos, o a ninguno, lo contrario es ir en contra del texto constitucional, de las normas procesales, y de las convenciones internacionales en materia de derechos humanos suscritas por el Perú que forman parte del derecho nacional de acuerdo a la propia Constitución (Artículo 55).


      El señor Rey ha pretendido justificar el engendro legal que defiende con ferocidad, aduciendo que lo único que se busca es adelantar, para los miembros de las Fuerzas Armadas, la vigencia de algunos artículos del Código Procesal Penal “que entrarán en vigor a más tardar a fines de 2012 para el resto de peruanos”, con lo que no hace sino acentuar más el trato desigual y, por ende, inconstitucional de su ahijado, pues la paternidad le corresponde en parte a los abogados del condenado Fujimori, César Nakasaki (1) y Rolando Sousa, quienes procuran conseguir a través de una norma, lo que fueron incapaces de obtener en los tribunales: la libertad de su patrocinado, y acaso justificar la holgura de sus honorarios (2). Por cierto, no es la primera vez que el señor Rey procrea, cría, y/o defiende entuertos; tampoco será la última. Con la misma vehemencia con que se opone a la despenalización del aborto, esgrimiendo el derecho a la vida del concebido, patrocina ahora la despenalización de la muerte de los ya nacidos, al encomiar tozudamente el Decreto 1079.

      En tanto el Ministerio Público formule la demanda correspondiente y el Tribunal Constitucional le dé trámite y declare la inconstitucionalidad de este estropicio disfrazado de decreto, resta que los magistrados, haciendo uso del control difuso de la constitucionalidad de las leyes (3), lo declaren inaplicable para los bribones que, habiendo denigrado el uniforme, han empezado a atiborrar las mesas de partes con sendas solicitudes de acogimiento a tan lamentable norma.

      ¡Poderosa y terca impunidad que siempre asomas!


Lima, 10 de septiembre de 2010


(1) Con una croniquilla sobre tan divertido personaje, intitulada ‘El muy simpático Doctor N’, inauguramos en julio de 2008 el presente blog. Léala en el archivo de ese año.
(2) La única retroactividad de la ley que reconoce la Constitución, es la que existe en materia penal, siempre que beneificie al reo. Gracias a ella, los procesados por cualquier delito pueden acogerse a una norma que les favorezca aunque dicho dispositivo legal haya sido dictado mucho después de la comisión del delito que se les imputa.
3) Es la potestad que tiene un juez de revisar la constitucionalidad de una ley en un caso concreto, no teniendo valor vinculante pues se aplica sólo a las partes en conflicto, a diferencia del control concentrado de la constitucionalidad que ejerce el Tribunal Constitucional, cuya sentencia declarando la inconstitucionalidad de una ley, la deja sin efecto y sienta jurisprudencia.



domingo, 25 de julio de 2010

¿FELICES 'FIESTAS' PATRIAS?

     
      Julio, mes patrio. Banderas en las ventanas, balcones y azoteas de las casas; escarapelas en las solapas de los adultos y, en los uniformes escolares, a la altura del corazón. Música peruana desde los parlantes de los supermercados en los que algunos empleados visten traje de chalán. Corso ya no tan patriótico de uno de estos establecimientos. Todo coronado con una gran comilona el día 27, instituido hace pocos años como el ‘Día de la comida peruana’, con miras a satisfacer vientres ávidos de anticuchos, cebichitos, picarones, carapulcas, ajíes de gallina, y demás exquisiteces de nuestra rica culinaria, a ritmo de guitarra, de cajón y castañuelas. Pero, ¿el 28 y 29, qué? Son estos los días centrales de lo que se conoce como Fiestas Patrias.

      Patrioterismo a un lado, hurgo en mi memoria y no encuentro tal fiesta. Contaban mis abuelas que hasta hace unos sesenta años, las Fiestas Patrias sí que eran fiestas en el rigor mismo de la palabra. Una festividad con espíritu y ambiente semejantes a la Navidad, con lucecitas de colores, fuegos artificiales, y amanecida esperando las doce de la noche para estallar en aplausos y darse efusivos abrazos. Eso fue antaño, pero hogaño, hoy, ¿existe tal fiesta?

      Seamos sinceros: tenemos una de las celebraciones patrias más opacas del continente. Todo se reduce a un aburridísimo protocolo político que pocos siguen desde sus casas. Días antes del 28, fecha en que se conmemora la proclamación de la independencia, el que menos ha huido de la capital para vivir en alguna otra ciudad del interior lo que aquí no existe: una fiesta. Mientras en otras capitales latinoamericanas, la plaza principal está abierta al público y se arma en ella un auténtico festejo, la de Lima -esa en la que el general San Martín dio su famoso discurso blandiendo la bandera de la naciente República- permanece cerrada al ciudadano de a pie entre gruesos cordones policiales para que el presidente cumpla con una parafernalia tediosa y sacabostezos. Va muy temprano a la Catedral de la ciudad a oír un Te Deum que históricamente no debiera darse el 28, pues fue oído por el Protector del Perú el día 29. Y, valgan verdades, en un país en el que la inmensa mayoría de los que tienen sacramentos en regla no oye misa los domingos, ¿quién va a engullirse la del 28 en la que, por añadidura, hasta el cardenal da tamaño discurso político? Que cada uno se conteste.

      Luego viene lo más insufrible de la jornada: el discurso presidencial en el Congreso de la República. Una o dos horas en las que el primer mandatario se encomia a sí mismo haciendo un somnífero recuento de sus obras y prometiendo el oro y el moro para lo que resta del año y los venideros. Toda una letanía que podría trasladarse a una fecha distinta; tal vez el 15 de julio, día en que se firmó el Acta de la Independencia en el Cabildo de Lima o, tanto mejor, el 9 de diciembre, fecha en la que obtuvimos nuestra genuina libertad en los campos de Ayacucho y que, inauditamente, no consta como feriado no laborable en el calendario de festividades patrias. Incluso podrían ser dos discursos presidenciales: uno a mitad del año, y otro al culminarlo. Sólo la asunción del mando y el discurso inaugural de un jefe de Estado deberían darse un 28 de julio.

      Terminada su monserga en el Palacio Legislativo, el presidente se retira a almorzar al de Gobierno y sanseacabó. Las horas que siguen, son como las de cualquier otro día. ¿Es esto una fiesta?

      Al día siguiente, la Parada Militar, quizá lo único que se asemeja a un evento propiamente festivo porque, mal que bien, la gente disfruta con la marcha de los institutos armados y policiales, con las bandas de música de cada uno de ellos, y con la exhibición de nuestros ‘indestructibles’ tanques de última generación de hace veinte años, en el mejor de los casos.

      El Perú, por su rica historia, por sus tradiciones y sus creaciones, merece tener una verdadera fiesta el 28 de julio de cada año, con el presidente de la República agitando la bandera desde uno de los balcones de Palacio de Gobierno mientras recita las palabras con que José de San Martín proclamó nuestra independencia en 1821: El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende. ¡Viva la Patria! ¡Viva la Libertad! ¡Viva la Independencia! Debieran seguirle, como entonces, las salvas de los cañones y el repique de las campanas. Luego, ¡que empiece la jarana!

      Lo que modestamente proponemos es que el 28 de julio esté reservado a ser una auténtica fiesta, con la misma algarabía de los que presenciaron la proclamación de la independencia, con la misma efusividad ciudadana de aquellos que estuvieron presentes aquella mañana de 1821 en la Plaza Mayor de Lima, sin restarle la solemnidad al acto. Y, desde luego, extirparle cual tumor ese carácter acartonado y exclusivamente político que tiene desde hace algunas décadas, que lo torna inconmensurablemente latoso. Resumiendo, que sea una fiesta patria y no una secuencia de ceremoniales aburridos.

      Para culminar, me despido con una peruanísima frase que proviene precisamente de aquellos aurorales días de la República...

      ¡Que viva el Perú, carajo!




Lima, 25 de julio de 2010

viernes, 9 de julio de 2010

IMPUDICIAS RESCATADAS


Escribo para tomar distancia. Hay experiencias que uno sólo se saca de encima cuando se convierten en literatura, en esa cosa soberana que no nos pertenece…
Mario Vargas Llosa, 1992


      La prudencia aconseja deshacerse de aquellas líneas delatoras que tatuaron nuestra alma a muy temprana edad a manera de pequeños escritos. Cualquier recurso es válido para conseguir tan destructivo propósito: quemarlas cual fogata de año nuevo, fondearlas en alguna poza de aguas turbias o en el mismo océano, romperlas en tantos pedacitos que ni el más eximio restaurador consiga hacer un retazo de ellas, o –por qué no- tragarlas con harta mayonesa y sal al gusto. Todo es admisible menos quedarse en la mera tentativa. Pero el escribir es de por sí un acto impúdico, un ejercicio de la nostalgia. Es desnudar el alma -suponiendo que esta exista- o encubrirla bajo los ropajes de la ficción. Es por ello que conscientemente peco de infidente. Esta hilacha de párrafos fueron garabateados en circunstancias y en años distintos. Sus supuestos destinatarios o protagonistas, son más ficticios que reales; son las invenciones de un joven que, imaginando seres, se dio licencia para hacer eso que desde siempre quiso: escribir.

      Las ‘impudicias’ que siguen no tienen valor ni mérito alguno, pero les tengo cariño por ser los devaneos de una mente soñadora que no se cansará de escribir lo que sueña. Estos párrafos sobrevivieron a tres mudanzas entre tanto cachivache.

      Sólo escribiendo sobre uno mismo se adquiere autoridad para escribir sobre los demás.

Lima, 2 de Julio de 2010

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DEL DIARIO DE UN ADOLESCENTE (1989)

Lunes, 8 de mayo de 1989

      Hoy me miraste feo. Creo saber la razón pero no fue para tanto. Cuando me tocó leer ese poema de Salaverry en clase, te miré en cada pausa. Cuando le tocó leer a otros susurré el poema y seguí mirándote. No te gusta que lo haga. Crees que me estoy burlando de ti. Luego tocó la campana y antes de salir al recreo vi ese gesto en tus ojos. Yo hice como que guardaba el libro en mi mochila pero vi tu fastidio de reojo hasta que por fin saliste al patio y pude respirar. No te esquivé la mirada porque nuestras carpetas están juntas. Parece que me odias.

      Mañana también toca Literatura. Seguiremos leyendo esos poemas de la página 32 y te voy a seguir mirando en cada pausa. La profesora tiene que hacernos leer esos poemas. Tiene que hacerlo... Pensarás otra vez que me burlo pero yo siento que te quiero. Qué difícil es esto de estar en el mismo colegio y en el mismo salón. Qué difícil es. Tú no te das cuenta de que en cada lectura me estoy declarando.

      Perdóname. Continuaré mirándote mientras lea. Lo haré hasta que por fin entiendas lo que siento por ti. Siempre en cada pausa...



TU PATA Y TU COMPINCHE (1992)

      Me fascina la idea de ser tu cómplice. No somos enamorados, tampoco amiguitos cariñosos con derecho a beso. Somos compinches. No pude contener la risa cuando me llamaste a casa contándome que te habías tirado la pera y que me esperabas en el Olivar de San Isidro. Tuve que tirármela yo también y me hiciste un favor porque estudios generales es muy aburrido, sobre todo cuando toca matemática. La detesté en el cole, la detesto ahora, la detestaré cuando contando con los dedos sume mi último cumpleaños. ¡Qué sinvergüenza soy! Debería darte el ejemplo. Eres una chibola de quinto de secundaria y yo un universitario de segundo ciclo, pero me gusta tirarme la pera contigo y latear juntos por la Diagonal hasta llegar a la Calle de las Pizzas y buscar con la mirada a nuestro mozo, porque eso es el bueno de Vicente, nuestro mozo, nuestro pata y sospecho que también nuestro cómplice. Y si de miradas hablamos no me gustó la forma en que esta mañana te vieron esos dolaristas mañosones que paran en la puerta del cine Pacífico. Hasta te sirearon. Yo los mandé a la mierda e hice el ademán de darles de mochilazos en la mitra, porque olvidaba recordarte que llevaba en la mano tu mochila, esa en la que escondiste la insignia de tu cole de monjas y la casaca de educación física con letrazas blancas en la espalda que aludían a una de las tantas vírgenes que se veneran en las parroquias. En vez de parpadear, tus ojos centellean de manera acelerada y por tu forma impulsiva de hacer las cosas y por esa irresponsabilidad mutua, eres mi ardillita. Cualquier mal pensado diría que somos pareja, hasta caminamos como enamorados, a veces abrazados, dándonos de pellizcos, pero cuando te dejo en el parque frente a tu casa y hago el camino de retorno a la mía, escucho el casete de Dire Straits que me regalaste con dedicatoria incluida, y me felicito de ser tu pata, tu compinche, y eso vale mucho más que estar templados, bambinella dolce.

Santa Beatriz, Lima, noviembre de 1992



UNA MADRUGADA CUALQUIERA (1993)

      Hubiera querido decirte muchas cosas, y aunque de vez en cuando me sonreías, pude notar que tu mirada ya no era la misma y esa boca no deseaba más mis besos. No luché contra ello, sabía que cualquier intento mío por retenerte era en vano, habría sido una lucha estéril de la que sólo yo saldría herido. Me permitiste acariciar tu cabellera castaña, que mis dedos jugasen con ella como lo hicieron en otros tiempos, que se internasen en tu selva capilar tras la búsqueda de tus más recónditos pensamientos. ¡Cómo deseé tenerlos conmigo! Hubiera querido hurtártelos todos, hacerlos míos, pero ni mi terquedad me impidió adivinar que ya no me correspondían.

Santa Beatriz, Lima, enero de 1993



EL OCÉANO ES DE PAPEL (1993)

      Anoche te dije que las tres de la tarde es mi hora fetiche, y ahora que son las tres te escribo desde ese lugar que es para mí el infinitamente mejor de todos: el malecón, de cara al mar. No me molesta que el viento agite de pronto la hoja sobre la que mancho en tinta estas palabras. Me molesta sí que me interrumpa una que otra vendedora de caramelos a la que por fuerza debo ponerle cara de maldito para espantarla aunque me parta el alma después. No soy el autor de lo que te escribo, sólo un coautor muy aplicado que a veces hace de simple amanuense de lo que el mar le dicta. Y es que el mar tiene voz. ¿Lo has oído? Si está contento es un susurro apacible; su risa se deja escuchar cuando llega a la orilla y cosquillea las piedrecillas que llaman canto rodado. Si está molesto su voz es cavernosa, golpetea los piedrones que anidad en su estómago y los hace chocar para amplificar su furia. Es así como alza la voz. Una hoja escrita es también un mar en el que la tinta es agua y las letras peces. De pronto una palabra es un personaje y las oraciones forman colonias de seres vivientes cual lobos marinos en las faldas de la isla San Lorenzo. Una tilde montada sobre una letra es un alga atrapada en la boca de un pez. Una coma es el espacio que necesitan los erizos y los peces para cohabitar en armonía. Un punto seguido es un seguir nadando, y un punto aparte es descender mar abajo. El papel es el Pacífico y mi mano el intruso viento que lo sobresalta de vez en cuando. Mis ojos son el sol que brilla desde lo alto, observándolo todo de puro mirón, y cuando termine mi hora fetiche, seré como él acostándose en el mar. Las huellas de mis pies serán la estela dorada que deja mientras lo engullen sus aguas, y el cielo agónico será tu presencia aún en la distancia de mis pasos. Por algo decidí amarte y eres desde entonces más sagrada que el mismo Dios para mí. Literatura, que te dicen.

Parque Salazar, Miraflores, Lima, abril de 1993



TE OBSERVABA CON DULZURA (1996)

      El taconear de tus pisadas se hace más cercano y con él mis latidos van a tu ritmo. De pronto apareces en la oficina que comparto con Julián en el tercer piso, ataviada siempre con aquel traje sastre bajo el cual palpita una piel joven. Finjo mirar el Código Civil y hojear uno que otro expediente de los diez que se amontonan sobre mi escritorio. Hago esa finta mientras te observo de soslayo. Ni el vivaz parpadeo de tus ojos hechos de miel palidece tras esos anticuados anteojos que pretenden disfrazarlos. He calcado esas miradas furtivas una y otra vez, día tras día, hasta verte desaparecer por las gradas de una empinada escalera que te llevaba a la recepción. Ese lugar de paso obligado en el que entre ida y venida de alguna diligencia intercambiábamos uno que otro diálogo trivial. El ventilador jugueteaba con tu negra y ondeada caballera asemejando las olas de un mar embravecido que calmabas con los dedos que, haciendo las veces de peine, hubiese querido entrelazar con los míos.

      Un día, poco antes del refrigerio, subió Clara, la secretaria del jefe, y me dio la noticia. Prescindían de ti, te echaban. Quise contener mi furia y sospecho que fallé en el intento; notó a leguas el rojo-cólera tiñendo mi rostro, y ese manotón sobre mi escritorio terminó por confirmárselo. Bajé a tu encuentro y me contaste los pormenores. Me dijiste que fue muy gentil contigo, que hasta te dio consejos y te deseó buena suerte. Nos dimos un abrazo y prometimos estar en contacto. Subí a mi oficina tropezando con las gradas, maldiciéndolas en silencio. Quizá te diste cuenta del detalle y al rato timbró mi anexo. Eras tú. "Ya regreso -me explicaste-. Salgo con Clara a almorzar". Esperé unos segundos humedeciendo el paladar con sorbos arrebatados al bidón de agua. Al oír resonar la puerta, me acerqué a la ventana. Cruzaste rápidamente el caminito que conduce a la reja de salida y te acompañé con mis ojos hasta que tu figura se perdió entre las poncianas de la Javier Prado. Clara regresó sola un par de horas después. Entonces me devolví al escritorio bajo cuyo vidrio me sonreía la foto de una mujer que, por desgracia, no eras tú.

San Isidro, Lima, 1996


DIOS, EL MAR Y YO (2000)

      El mar tiene para mí un alto efecto sedativo. Las furias de sus olas calman las furias de mis múltiples vehemencias. En él encuentro la perfecta analogía con Dios; así de inmenso, así de poderoso. Él preside la vida de infinitos seres que se nutren de sus interiores y su voz es incontrastable. Allí cuando sus olas rompen contra el canto rodado de la orilla es que su voz de coloraturas infinitesimales se torna irrefutable, mandante.

Playa Makaha, Miraflores, Lima, 23 de abril de 2000