lunes, 30 de diciembre de 2024

RIBEYRO O LA ASUSENCIA DEL MUDO (2004) (*)


                                                                              Lo que he escrito ha sido una tentativa para ordenar la vida                                              y explicármela, tentativa vana que culminó en la elaboración de un inventario de enigmas... Si alguna certeza adquirí es que no existen las certezas.

Julio Ramón Ribeyro
                               

Hace una década, su figura desgarbada, su caminar encorvado y la sombra de su nariz aguileña retando el pavimento grisáceo de las aceras limeñas, abandonaron ese trajín dominical y mañanero que Julio Ramón se permitió en los últimos meses de su vida; esos en los que se acompañó de sus cuatro inseparables cómplices: su veterana flacura, sus recuerdos, sus libros, y los humos de un cigarrillo rozándole la maraña del bigote estrenado poco antes de su retorno a Lima; retorno con fumarada de despedida. El eco de sus personajes -esos “mudos” a quienes dio voz en letra impresa- o finalmente la propia memoria, urgida de los paisajes de una infancia y adolescencia felices, lo retornaban de su refugio barranquino a la quinta neobarroca de la avenida 28 de Julio, en Miraflores, donde las arias de Verdi inundaban los espacios en la voz de un Caruso a la vitrola, sacando de quicio a doña Pancha, la regordeta y varicosa enemiga de Memo García, protagonistas ambos de las Tristes querellas en la vieja quinta. Por supuesto que ni los discos de Caruso sonaban ya, ni la redonda mujer descargaba sus iras alzando el volumen de un radio que chillaba radionovelas lacrimógenas. Quizás jamás se pelearon de verdad, quizás jamás existieron –algo que en Literatura poco o nada importa-, pero allí los hizo reñir; en la quinta en que vivió, aquella que observaba ensimismado en 1994, repasando un tiempo ido entre enredaderas, madreselvas y ese par de palmeras que continuaban erguidas como centinelas resguardando el ingreso a aquel mundo de sus mejores años. Media hora después emprendía el retorno al departamento barranquino con vista al mar, siempre huidizo, cimbreando el malecón Armendáriz, cruzando el puente, internándose por las estrechas callecitas del Barranco antiguo, para no ser reconocido.

 


            Ribeyro fue ese híbrido genial en el que la timidez y la introversión comulgaban de igual a igual con una existencia bohemia; rehuía las multitudes, pero chocaba los cristales de un vaso de pisco confundiéndose en sonoro “¡salud!” con el criollazo Manuel Acosta Ojeda, en medio del bullicio etílico de una chingana de Surquillo. Sus modales circunspectos de Consejero Cultural del Perú ante la UNESCO, en Francia, se engarzaban sin colisión alguna con sus noches errantes por las lluviosas calles parisinas en compañía de Alfredo Bryce Echenique, tras la caza de un par de guapas chicas dispuestas a todo, o en su defecto, abortado el flirteo, aplacar el frío nocturno y la virilidad herida con generosas copas de vino tinto en la primera taberna que se les presentara al paso. Ribeyro, sin embargo, no fue jamás un borrachín, tan solo un bebedor social, aunque eso le significase acompañar la borrachera de un amigo –las de Bryce, por ejemplo-, o suspender entre sus dedos la copa de champaña en una recepción oficial, con la elegancia que el protocolo exige, tal como lo haría Aníbal en Espumante en el sótano.

 

 Fumador sí fue, impenitente y compulsivo. A esa adicción deliciosa debía el cáncer pulmonar que lo desahució para la ciencia, y él, devoto hasta el final del tabaco, se rendía al supremo placer de expeler bocanadas de humo al viento; total, si la muerte le concedía unos meses por estos caminos terrenales, había que disfrutar del cigarrillo: amigo y amado victimario. No fue la primera vez que el uso y abuso de ellos lo había sometido a tediosos tratamientos, postrándolo en las camas de las clínicas, mientras repetía con humor irónico lo que escribió en sus Prosas apátridas: “(...) mi supervivencia reside en haberme mantenido como hasta ahora en <<los umbrales de la salud>>. (...) Es la salud la que me conduciría a la muerte y la enfermedad lo que me mantiene vivo”. En Sólo para fumadores, más que un cuento una autobiografía de su tabaquismo, describe descarnadamente las jocosas –y por momentos, patéticas- peripecias que vivió en Europa para procurarse una cajetilla de cigarrillos: deshaciéndose de su amada biblioteca en donde las obras de Valery, Balzac, Chejov, Flaubert, y un ejemplar autografiado de Ciro Alegría, dieron lugar a cajetillas y cigarrillos sueltos de toda procedencia. “Mis libros se habían hecho literalmente humo”, escribió. Años después, y ante la amenaza del tasajeo quirúrgico con que el doctor Dupont pretendía paliar su tabaquismo, Alina, su esposa, vio con felicidad cómo al rayar el alba, Julio Ramón, enfundado en un buzo que le bailaba, emprendía un maratón rumbo al mar, ignorando que el motivo de esos insólitos y desconocidos bríos deportivos, tenían como destino cualquiera de las cinco cajetillas que había sepultado en distintos puntos de la playa debidamente señalizados.

 

Ribeyro es el escritor que rehúye los asedios de la prensa, el centelleo de las cámaras fotográficas, el gentío en torno a él, las ceremonias en su honor. “Me molesta la fama porque no me permite pasar desapercibido, me saca del anonimato en el cual me gusta vivir”, explicaba. Enemigo de la figuración y del “prestigio social del escritor”- término acuñado por Vargas Llosa en uno de sus ensayos sobre la novela moderna-, Julio Ramón fue injustamente postergado de la galería de consagrados del “boom” de la narrativa latinoamericana de los sesentas y setentas, acaso por voluntad propia, escapando de una notoriedad que no perseguía, pese a los reconocimientos obtenidos y al indiscutible liderazgo nacional que ejercía en el género del cuento, habiendo incursionado también en la narrativa larga con tres novelas: Crónica de San Gabriel (Premio Nacional de Novela en 1960), Los geniecillos dominicales (1965), y Cambio de guardia (1976). Tampoco le fue esquiva la dramaturgia: su obra de teatro Vida y pasión de Santiago el pajarero, basada en la vida de Santiago de Cárdenas, el ingenioso autor de un tratado de navegación aérea emulando el vuelo de las aves, que causó la hilaridad del virrey Amat en el siglo XVIII, le valió el Premio Nacional de Teatro en 1959, además de otras ocho piezas, reunidas en dos volúmenes, bajo la denominación de Teatro (1975), en los que no se incluye a Atusparia (1981), su última obra para las tablas. 

 

En las Prosas apátridas (originalmente publicadas en 1975 y aumentadas en 1978), y más contundentemente en los Dichos de Luder (1989), Ribeyro irrumpe en un tipo de ensayo crítico que cuestiona sus propias creencias filosóficas, haciendo gala de un humor sarcástico contra sí mismo y contra el entorno inmediato, semejante al que practicó Henry Louis Mencken en la Norteamérica de los años veinte, aunque a diferencia de éste, buscando respuestas a sus propias interrogantes en vez de confinarse en el mero escepticismo. Así, refiriéndose una vez más a su endeble salud, sentencia: “La única manera de vivir muchos años es estando siempre un poco enfermo –dice Luder-.La muerte es un usurero que prefiere cargar primero con la buena moneda”.

 

Es en el cuento, en la narrativa corta, en donde Ribeyro despliega su mayor capacidad creativa. La mayoría de sus relatos tienen como común denominador a la frustración del protagonista; habrá de presentarse siempre un hecho imprevisible, insospechado, fortuito, que termina abortando sus aspiraciones, no importando el estrato social al que pertenezca, de allí la condición de marginales de sus personajes, entendiendo por tal no sólo al indigente, sino también al fracasado, quizás por ello Ribeyro mismo bautiza su libro de memorias bajo un título por demás sugerente: Tentación del fracaso, y es que él es el compendio de los múltiples protagonistas de sus cuentos; con ellos comparte alegrías efímeras, proyectos truncos, vivencias marcadas. Él presta su pluma para darles voz, pues finalmente él también es un “mudo” al igual que ellos, un marginal. No obstante, Ribeyro no es la nostálgica tristeza que deambula entre Barranco y Miraflores, echando bocanadas de humo gris: es tan sólo un hombre tímido consciente de sus limitaciones. Una de esas limitaciones fue  la novela, como lo confiesa en un diálogo inserto en los Dichos de Luder:

 

“Le preguntan a Luder por qué no escribe novelas.

                  

-          Porque soy un corredor de distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a  llegar al estadio cuando el público ya se ha ido”.

 

 No es pues ni remotamente ese monumento andante a la depresión y al pesimismo enfermizo que fue Vallejo. Ribeyro, por el contrario, fue un hedonista en sus largos años de soltería, sin que ello menoscabara su metódico ritmo de trabajo frente a la máquina de escribir. En una entrevista concedida en 1991, se extrañaba de que se le considerara un escritor trágico y pesimista cuando “hay, yo creo, cosas muy divertidas. Yo me divierto mucho cuando escribo”.

 

Para Ribeyro, un cuento debe contar necesariamente una historia, poseer una trama que, real o ficticia, capture al lector al extremo de conmoverlo, divertirlo, sobresaltarlo; en suma, crearle sensaciones que lo determinen a continuar la lectura hasta el final, sin pausas de por medio. Un mandamiento pétreo como éste, descalificaría al que se tiene por el cuento más breve del mundo: El dinosaurio del guatemalteco Augusto Moterroso, que consta de una única oración: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Por otro lado, Ribeyro considera -y con razón- que un cuento debe estar exento de toda moraleja, colisionando él mismo con dicho precepto al escribir Alienación (Cuento edificante seguido de breve colofón), brillantísimo relato que narra la imposible transformación del zambo Roberto –teñida de pelo y empolvada de rostro mediantes- en el gringo Bob, prototipo del hombre inconforme con su propia humanidad que, adoptando personalidad, ademanes y apariencias estadounidenses, provoca el ridículo y la burla entre sus conocidos, que como él, se desviven en proezas para alcanzar la atención de Queca, la chica de las piernas “que con el tiempo serían legendarias”.

 

La cuentística de Ribeyro está plasmada en nueve libros: Los gallinazos sin plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y los hombres (1964), Tres historias sublevantes (1964), Los cautivos (1972), El próximo mes me nivelo (1972), Silvio en el Rosedal (1977), Sólo para fumadores (1987), y Relatos santacrucinos (1992). Todos ellos han sido reunidos desde 1973 en cuatro tomos bajo el título La palabra del mudo, el último de los cuales apareció en 1992, con reedición aumentada en 1994.

 

Decíamos que Ribeyro fue injustamente relegado de la categoría de “grande” del “boom” pese a ostentar sobrados méritos para incluirse en ella. Esto en parte a su rechazo a la fama, y en gran medida al hecho sintomático de haber escrito en el extranjero y publicado esencialmente en el Perú, con lo que su obra no alcanzó la difusión internacional que permitió a Borges, Cortázar y al propio Bryce, distinguirse en el género del cuento dentro del ámbito hispanoamericano. Su narrativa, sin embargo, sí fue profusamente leída y estudiada por críticos extranjeros, llegándose incluso a escribir tesis en torno a su producción literaria, pero el gran público seguía siéndole mayoritariamente desconocido, y no fue hasta noviembre de 1994, en los umbrales de su existencia, que su nombre alcanza el relieve internacional que merecía con antelación, al obtener el IV Premio Internacional de Cuento ‘Juan Rulfo’. Su esposa Alina y su único hijo, Julio, recibieron el galardón de manos del presidente mexicano Carlos Salinas de Gortari, ante su imposibilidad de viajar a tierras aztecas por su salud resquebrajada, aunque no pocos escépticos, aseguran que, consecuente con su personalidad, prefirió no exponerse a las cámaras, a las luces, a la muchedumbre y al ceremonial que nunca compatibilizaron con su introvertida personalidad. Suficiente sacrificio le significó autografiar los ejemplares de sus Cuentos completos (Alfaguara, 1994) que manos anónimas le alcanzaban entre empujones de admiradores que pugnaban por arrancarle una firma aprovechando su presencia en la Feria del Libro de aquel año. Él lo soportó con sencillez y sonrisas agradecidas a sus lectores.

 

Desde la publicación en 1955 de su primer libro de cuentos, Los gallinazos sin plumas, Ribeyro fue vislumbrado como el escritor que le haría sombra al gran Abraham Valdelomar, considerado por muchos –entre los que se cuenta Luis Alberto Sánchez- como el mejor cuentista del siglo XX. De hecho, la breve vida del ‘Conde de Lemos’, no le permitió producir una obra tan abundante como la concebida por Ribeyro, pero nadie puede negar a estas alturas que en el esquivo Julio Ramón, el Perú tiene a su mejor cuentista, e Hispanoamérica le reconoce hoy un sitial de privilegio entre los narradores del “boom”.

 

El 4 de diciembre de 1994, Julio Ramón observó el vaivén de las olas de la Costa Verde desde la ventana de su dormitorio barranquino. La neblina había cedido ante el sol primaveral y la playa vista desde lo alto del acantilado aparentaba un tapiz de seres diminutos que ingresaban al mar, mientras otros, tumbados en la arena, encaraban los rayos solares buscando el bronceado perfecto. De pronto, vio una higuerilla que crecía huérfana de riego entre las empinadas faldas del barranco. La imagen lo conmovió, devolviéndole a las primeras líneas de Al pie del acantilado, que repitió en silencio: “Nosotros somos como la higuerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amargos y escarpados. Ella no pide favores a nadie, pide tan sólo un pedazo de espacio para sobrevivir”. Recordó las reprimendas del doctor Dupont en contra de su tabaquismo, y en su honor, dio una bocanada de humo. Fue la última.


Luis Fernando Poblete Elejalde

 Lima, 23 de noviembre de 2004

 

 

(*) El texto, previamente revisado para su publicación al conmemorarse los treinta años del deceso de Julio Ramón Ribeyro, mantiene inalterable la puntuación y ortografía vigentes al momento de ser escrito.                           


viernes, 27 de diciembre de 2024

BATALLA DE AYACUCHO Y LA CAUSA LIBERTADORA DE SIMÓN BOLÍVAR Y MANUELA SÁENZ

 

He arado en el mar

Simón Bolívar

 

BATALLA DE AYACUCHO Y LA CAUSA LIBERTADORA DE SIMÓN BOLÍVAR Y MANUELA SÁENZ (*)

 

Luis Fernando Poblete Elejalde

 

Antes de su llegada al Perú, el 2 de septiembre de 1823, Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco, conocía de la anarquía que agobiaba a la naciente República, y el propio Libertador José de San Martín, le había hecho saber las tres veces que conferenciaron en Guayaquil, que debía cuidarse de José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete, marqués de Montealegre de Aulestia. Al hacer dimisión de su cargo de Protector del Perú ante el Congreso que había convocado, dejó al futuro ‘Pruvonema’ como prefecto de Lima. El Congreso debía establecer la forma de gobierno que más le convenga al país.

    Bolívar había enviado a Antonio José de Sucre un año antes a Lima y, le confirmó otros hechos de barbarie llevados a cabo por los oficiales al mando de Canterac: habían retomado la tortura, como a José Olaya Balandra, el intrépido pescador que interceptaba las cartas del enemigo. Lo mismo hizo con doña Melchora, su madre.

    Por su linaje aristócrata Riva Agüero -apodado el 'Niño Pepito'- se creía con derecho a gobernar. Y en efecto, fue el primer Presidente de la República, merced al motín de Balconcillo y, sin duda alguna, fue el primer golpista que tuvo el Perú. Otro tanto, más zalamero, y menos arrogante, era Bernardo de Tagle y Portocarrero, también marqués, a quien correspondió Bolívar tomando las precauciones debidas. El empedrado político y militar no se mostraba llano. Bolívar ya había conocido a gentes como ellas años antes.

    Francisco de Paula Santander, un civil y otrora amigo de Simón Bolívar, investido por este en el grado de general y confiado la vicepresidencia de Colombia, le dio daga moral a su mentor cuando supo de su victoria en Junín. “Un presidente de Colombia no puede mandar tropas colombianas mientras sea Dictador del Perú”, escribió.

    Él que todo le dio, era ahora negado a jefaturar la batalla final. Tuvo, pues, que confiársela a Antonio José de Sucre, vencedor en Pichincha y merecedor de su confianza. Lo cierto es que para la campaña final tomaron parte con igual arrojo, peruanos, colombianos, chilenos, argentinos, españoles convencidos de que la América debía separarse de la metrópoli, y hasta ingleses, especialmente de origen irlandés.

    Bolívar tuvo que devolverse a Lima cuando gracias a Ninavilca, Huavique, Vidal, y otros montoneros que desquiciaban al enemigo, estaba a punto de someter finalmente a los realistas. Su ministro de Estado, José Faustino Sánchez Carrión, anteriormente ‘Solitario de Sayán’, lo vio acongojarse en la Quinta de la Magdalena. “Sea Sucre, pues, doctor Carrión”, le dijo.

    Son las ocho de la mañana del 9 de diciembre de 1824. Ambos ejércitos están frente a frente, examinándose el uno al otro. Los realistas lo hacen desde las alturas del Condorcunca; el patriota, situado desde el día anterior en el valle de la Quinua, debajo de aquel pétreo centinela, mira hacia las alturas forzando la vista. En apariencia, la ubicación de los realistas es inmejorable, pero el cusqueño Agustín Gamarra, jefe del Estado Mayor, es un conocedor de la sinuosa geografía serrana; de sus bondades y peligros, de sus dificultades y beneficios. Sabe que están cercados y así se lo hace saber al general Antonio José de Sucre, Comandante en Jefe del Ejército Patriota.

     A esa hora desciende a caballo el general Monet, fungiendo de emisario del virrey La Serna. Córdova, dándole el alcance, lo escucha con atención. El propósito del oficial enemigo es plausible: en ambos bandos hay gentes unidas por lazos consanguíneos. Permitirles algunos abrazos y frases de afecto antes de enristrarse en batalla, es un gesto que la humanidad del general Antonio José de Sucre no desconoce y que, por el contrario, alienta. Treinta y siete peruanos y veintiún colombianos, desprovistos de armas, llegaron al área neutral en la que aguardaban ya ochenta y dos realistas en similar condición. Treinta minutos después, regresan a sus respectivos campamentos para el rancho. El de los patriotas, más austero que el de sus adversarios, se reduce a galletas, queso, chancaca y café. Sucre y sus oficiales comparten la misma vianda que sus soldados; el virrey y sus generales hacen el distingo con sus huestes: buena mesa y buen vino de Ica.

    Hacia las diez de la mañana, vuelve Monet. Le indica a Córdova que el virrey concede que los patriotas inicien la contienda. El peruano José de La Mar, que está a su costado, rechaza la invitación y, subrayando sus palabras, le replica cortésmente que ello corresponde a las armas de Fernando VII, pues los americanos son los dueños de casa. Monet, con un mohín de fastidio, emprende el retiro junto a su escolta.

    Sucre está consciente de que la gran falencia de su ejército radica en las pocas armas de fuego con que dispone (5,780 soldados y 2 piezas de caballería ante 9,320 soldados y 11 piezas de artillería enemigas). Toda su esperanza está puesta en el valor de los soldados y de la causa que defienden. Montado en su caballo, va escudriñando rostros y semblantes. Intenta adivinar ánimos y, oyendo los primeros fuegos enemigos, decide romper cualquier duda: “¡Soldados, de los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur!”. Desenvaina el sable y señalando con él a los realistas que descendían hacia ellos, prosiguió: “¡Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia! ¡Viva la libertad de América! ¡Viva el Perú!". Los vítores corren atronadores en las gargantas de oficiales y soldados decididos a embestir y someter a los soldados del Rey.

    Mira hacia lo alto y da instrucciones a Córdova de ganar el cerro; hay que silenciar los cañones del enemigos. Este se apea del caballo, se descubre el sombrero jipijapa, levanta su espada y da la orden a los suyos: "¡División! ¡Al Frente! ¡Armas a discreción! ¡Paso de vencedores! ¡Marchen!". Lanzas en mano, se precipitan hacia los fuegos enemigos de las divisiones de Monet y Villalobos. Muchos caen. El Condorcunca se entinta de rojo sangre. Pero aquellas piezas de artillería exhiben ahora sus bocas ensordecidas al cielo. El monte está ganado.

    En la pampa no es menor el estruendo. La tierra tiembla ante las pisadas de los herrajes. Sobre los equinos, chillan las espadas de peruanos, colombianos, argentinos, chilenos e irlandeses que combaten juntas en contra de las de los realistas. Tampoco cesa el fuego, y los jinetes caen heridos o muertos. Los primeros son llevados al hospital de campaña acondicionado en la iglesita de la Quinua. Allí, entre vendas, quejidos y estertores, se reencuentran dos hermanos que horas antes se habían estrechado en efusivo abrazo antes de devolverse a sus respectivos y enfrentados bandos: Leandro, el realista, y Ramón Castilla, el patriota convencido.

    La división realista de Valdés había sorprendido a la colombiana de Vargas y a la peruana de La Mar. Sucre ordena a los Húsares de Junín ir en auxilio de ellas, tiempo valioso para que el mariscal peruano restaure sus batallones, providencialmente potenciado por los montoneros de la sierra. Los oficiales españoles no dan crédito a lo que sucede: los invade el desconcierto. Muchos de los soldados peruanos que lucharon por las armas del “muy deseado” Fernando VII, resuelven entonces volverlas en contra de sus propios jefes. El virreinato más poderoso de América empezaba a resentir la frialdad que precede a la muerte.

    El cabo Villarroel, estando a punto de ultimar a un hombre herido en la frente y regiamente uniformado, fue retenido por el sargento de los Húsares de Junín, Pantaleón Barahona. José de la Serna e Hinojosa, último virrey del Perú, había salvado la vida gracias a la intervención de aquel humilde sargento peruano, no obstante, su arrogancia y poder murieron en el acto. El virreinato que desconoció la proclamación del 28 de julio de 1821, permitiéndose convivir con un Estado soberano, acababa de fenecer.

    Canterac pide una capitulación honrosa y aunque fechada el mismo día de la batalla, las peticiones originales de los vencidos fueron rechazadas por surrealistas. No sería firmada por Sucre sino hasta dos días después. El amanuense es el español Carratalá, ex estudiante de leyes.

    Manuela Sáenz lo contempla todo, desde la batalla en que montó brioso corcel, espada en ristre, hasta la prédica del Jefe del Estado Mayor realista. Sucre rubrica en el Parte de Guerra y en carta a Bolívar su participación y la propone como “Coronela del Ejército Colombiano”. Ella patriota al fin, había cumplido con su deber como portadora de la Orden El Sol del Perú que dos años atrás le había concedido el general José de San Martín por los altos honores servidos al Perú, antes incluso de conocer a Bolívar.

    El Libertador le increpa su ausencia en la Quinta. Ella responde desde Ayacucho: “Sabed, señor mío, que no nací para ser anfitriona. Usted y yo somos muy lúcidos como para mantener nuestro sentimiento en paz. Le informo que el Mariscal don José ha sostenido la batalla incluso mejor que el bondadoso Sucre”. Hablaba con honor de José de La Mar, único mariscal peruano en la Pampa de la Quinua, pero nuevamente Santander arremete en carta dirigida al Dictador del Perú y Presidente de Colombia. En su verbo insidioso, la futura ‘Libertadora del Libertador’ no era digna de portar uniforme y dignidades militares por su condición de mujer. Bolívar lo ignoró.

    Viudo a los 20 años de María Teresa Rodríguez del Toro y Alayza, la sublimaba. Era Manuela su esencia y respiro, su querida y defensora, y ella le corresponde dignamente.

 “(…) ¿Por qué te empeñas en que cambie mi resolución? ¡Mil veces, no! (…). Pero, mi amigo, no eres grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar; dejar a un marido sin tus méritos no es nada. ¿Crees por un momento que, después de ser amada por este general, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy preferir se la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo o de los tres juntos? Sé muy bien que no puedo unirme a él por las leyes del honor, como tú las llamas, pero ¿crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido? No vivo para los prejuicios de la sociedad, que solo fueron inventados para que nos atormentemos el uno al otro.”, sentencia en carta al inglés que tenía por esposo.

    En ella está la esencia de Manuela, su espíritu y su sentir; su inquebrantable libertad de mujer divinamente rebelde, que no se arredra ante los dedos y murmullos decimonónicos.

     Es también autora del triunfo de Ayacucho, aunque desconocida como soldada por una historia oficial que la omitió y la sigue omitiendo. Quiteña de nacimiento, vivía ya en el pueblo de La Magdalena (hoy limeñísimo distrito de Pueblo Libre), casada a fuerza con un marino mercante inglés, mal llamado médico, James Thorne. Y como aquí reposan los huesos de su compatriota Rosa Campusano, reposan también sus cenizas en Paita en lugar desconocido, llevándose con su muerte gran parte del epistolario que el Libertador le había confiado.

    El marqués de Torre Tagle se había refugiado con su mujer en el Real Felipe junto a otros títulos de Castilla. Él que había lucido la banda presidencial, bramaba desde ahí: “¡Muera el Perú canalla!”. Temía alguna represalia de Bolívar. Como su predecesor y antagonista Riva Agüero, Bernardo de Tagle había entrado en enjuagues con La Serna para derrocar al Libertador. Saldría de la fortaleza con los pies por delante, víctima del escorbuto.

    Todos, sin embargo, enemigos y reconocedores del mérito de Bolívar que gobernó el Perú desde 1823 a 1826, no pueden soslayar un hecho fuera de toda pluma como la de ‘Pruvonema’ (anagrama de José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete), que conspiró en su contra haciendo arreglos con el virrey.

    Aquel otrora joven hacendado mantuano de 22 años, cumplió el juramento hecho ante su maestro, Simón Rodríguez, en el Monte Sacro de Roma:

 “¡Juro delante de usted, juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor y juro por mi patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español!”.

    No hubo más virreyes ni capitanes generales de la corona española, no obstante, apareció la guadaña de la ambición; el poder es suficiente aroma para algunos seducidos. Bolívar resiente la situación. Siente como propias las balas que dan muerte a Sucre en Berruecos. Él mismo fue víctima de un atentado en Bogotá del que solo Manuela lo salva. Los compañeros de batalla en Ayacucho se derrocaban entre ellos, como en el Perú lo había hecho Gamarra contra La Mar. Vidaurre reniega de él. Lee a Larriva, haciéndole mofa: “Cuando de España las trabas en Ayacucho rompimos, otra cosa más no hicimos, que cambiar mocos por babas. Nuestras provincias esclavas quedarán de otra nación. Mudamos de condición; pero solo fue pasando del poder de Don Fernando al Poder de Don Simón”. Recordó que lo propio dijeron de San Martín.

    Solo pudo llegar hasta Santa Marta, su salud estragada, le impedía ir al exilio. Hubo de pasar ahí sus últimos días a manera de huésped de un bondadoso español, Joaquín de Mier.

“Si mi muerte contribuye a que cesen los partidos y se consolide la Unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”.

    Ello, en efecto, ocurrió el 17 de diciembre de 1830, a los 47 años de edad. Manuela, su fiel y adorada Manuela, le sobreviviría once años. El cuerpo del hombre que diera su fortuna personal a la causa de la libertad de Hispanoamérica, fue amortajado con la camisa de un edecán.

    Justo es coincidir con Luis Alberto Sánchez: “La muerte de Bolívar avergüenza… Ella es la condenación de nuestras patrias todas. Asesinamos al Libertador. Nosotros le matamos. Nosotros le herimos, más que con puñales y balazos, con nuestra ruindad y con nuestra ingratitud” (Sánchez, 1997, p. 17).

Lima, noviembre - diciembre de 2024 


(*) Ponencia del autor en el Auditorio del Museo Bolivariano en Pativilca, Barranca, Perú, el 21 de noviembre de 2024. 

 

Oleo en vida del Libertador por el limeño José Gil de Castro (Quinta de los Libertadores, Lima)  


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