Julio Ramón Ribeyro
Hace una década, su figura desgarbada, su caminar encorvado y la sombra de su nariz aguileña retando el pavimento grisáceo de las aceras limeñas, abandonaron ese trajín dominical y mañanero que Julio Ramón se permitió en los últimos meses de su vida; esos en los que se acompañó de sus cuatro inseparables cómplices: su veterana flacura, sus recuerdos, sus libros, y los humos de un cigarrillo rozándole la maraña del bigote estrenado poco antes de su retorno a Lima; retorno con fumarada de despedida. El eco de sus personajes -esos “mudos” a quienes dio voz en letra impresa- o finalmente la propia memoria, urgida de los paisajes de una infancia y adolescencia felices, lo retornaban de su refugio barranquino a la quinta neobarroca de la avenida 28 de Julio, en Miraflores, donde las arias de Verdi inundaban los espacios en la voz de un Caruso a la vitrola, sacando de quicio a doña Pancha, la regordeta y varicosa enemiga de Memo García, protagonistas ambos de las Tristes querellas en la vieja quinta. Por supuesto que ni los discos de Caruso sonaban ya, ni la redonda mujer descargaba sus iras alzando el volumen de un radio que chillaba radionovelas lacrimógenas. Quizás jamás se pelearon de verdad, quizás jamás existieron –algo que en Literatura poco o nada importa-, pero allí los hizo reñir; en la quinta en que vivió, aquella que observaba ensimismado en 1994, repasando un tiempo ido entre enredaderas, madreselvas y ese par de palmeras que continuaban erguidas como centinelas resguardando el ingreso a aquel mundo de sus mejores años. Media hora después emprendía el retorno al departamento barranquino con vista al mar, siempre huidizo, cimbreando el malecón Armendáriz, cruzando el puente, internándose por las estrechas callecitas del Barranco antiguo, para no ser reconocido.
Ribeyro fue ese híbrido genial en el
que la timidez y la introversión comulgaban de igual a igual con una existencia
bohemia; rehuía las multitudes, pero chocaba los cristales de un vaso de pisco
confundiéndose en sonoro “¡salud!” con el criollazo Manuel Acosta Ojeda, en
medio del bullicio etílico de una chingana de Surquillo. Sus modales
circunspectos de Consejero Cultural del Perú ante
Fumador sí fue, impenitente y compulsivo. A
esa adicción deliciosa debía el cáncer pulmonar que lo desahució para la
ciencia, y él, devoto hasta el final del tabaco, se rendía al supremo placer de
expeler bocanadas de humo al viento; total, si la muerte le concedía unos meses
por estos caminos terrenales, había que disfrutar del cigarrillo: amigo y amado
victimario. No fue la primera vez que el uso y abuso de ellos lo había sometido
a tediosos tratamientos, postrándolo en las camas de las clínicas, mientras
repetía con humor irónico lo que escribió en sus Prosas apátridas: “(...)
mi supervivencia reside en haberme mantenido como hasta ahora en <<los
umbrales de la salud>>. (...) Es la salud la que me conduciría a la
muerte y la enfermedad lo que me mantiene vivo”. En Sólo para fumadores,
más que un cuento una autobiografía de su tabaquismo, describe
descarnadamente las jocosas –y por momentos, patéticas- peripecias que vivió en
Europa para procurarse una cajetilla de cigarrillos: deshaciéndose de su amada
biblioteca en donde las obras de Valery, Balzac, Chejov, Flaubert, y un
ejemplar autografiado de Ciro Alegría, dieron lugar a cajetillas y cigarrillos
sueltos de toda procedencia. “Mis libros se habían hecho literalmente humo”,
escribió. Años después, y ante la amenaza del tasajeo quirúrgico con que
el doctor Dupont pretendía paliar su tabaquismo, Alina, su esposa, vio con
felicidad cómo al rayar el alba, Julio Ramón, enfundado en un buzo que le
bailaba, emprendía un maratón rumbo al mar, ignorando que el motivo de esos insólitos
y desconocidos bríos deportivos, tenían como destino cualquiera de las cinco
cajetillas que había sepultado en distintos puntos de la playa debidamente
señalizados.
Ribeyro
es el escritor que rehúye los asedios de la prensa, el centelleo de las cámaras
fotográficas, el gentío en torno a él, las ceremonias en su honor. “Me
molesta la fama porque no me permite pasar desapercibido, me saca del anonimato
en el cual me gusta vivir”, explicaba. Enemigo de la figuración y del
“prestigio social del escritor”- término acuñado por Vargas Llosa en uno de sus
ensayos sobre la novela moderna-, Julio Ramón fue injustamente postergado de la
galería de consagrados del “boom” de la narrativa latinoamericana de los
sesentas y setentas, acaso por voluntad propia, escapando de una notoriedad que
no perseguía, pese a los reconocimientos obtenidos y al indiscutible liderazgo
nacional que ejercía en el género del cuento, habiendo incursionado también en
la narrativa larga con tres novelas: Crónica de San Gabriel (Premio Nacional
de Novela en 1960), Los geniecillos dominicales (1965), y Cambio de
guardia (1976). Tampoco le fue esquiva la dramaturgia: su obra de teatro
Vida y pasión de Santiago el pajarero, basada en la vida de Santiago de
Cárdenas, el ingenioso autor de un tratado de navegación aérea emulando el
vuelo de las aves, que causó la hilaridad del virrey Amat en el siglo XVIII, le
valió el Premio Nacional de Teatro en 1959, además de otras ocho piezas,
reunidas en dos volúmenes, bajo la denominación de Teatro (1975), en los
que no se incluye a Atusparia (1981), su última obra para las
tablas.
En
las Prosas apátridas (originalmente publicadas en 1975 y aumentadas en
1978), y más contundentemente en los Dichos de Luder (1989), Ribeyro
irrumpe en un tipo de ensayo crítico que cuestiona sus propias creencias
filosóficas, haciendo gala de un humor sarcástico contra sí mismo y contra el
entorno inmediato, semejante al que practicó Henry Louis Mencken en
Es
en el cuento, en la narrativa corta, en donde Ribeyro despliega su mayor
capacidad creativa. La mayoría de sus relatos tienen como común denominador a
la frustración del protagonista; habrá de presentarse siempre un hecho
imprevisible, insospechado, fortuito, que termina abortando sus aspiraciones,
no importando el estrato social al que pertenezca, de allí la condición de
marginales de sus personajes, entendiendo por tal no sólo al indigente, sino
también al fracasado, quizás por ello Ribeyro mismo bautiza su libro de
memorias bajo un título por demás sugerente: Tentación del fracaso, y es
que él es el compendio de los múltiples protagonistas de sus cuentos; con ellos
comparte alegrías efímeras, proyectos truncos, vivencias marcadas. Él presta su
pluma para darles voz, pues finalmente él también es un “mudo” al igual que
ellos, un marginal. No obstante, Ribeyro no es la nostálgica tristeza que
deambula entre Barranco y Miraflores, echando bocanadas de humo gris: es tan
sólo un hombre tímido consciente de sus limitaciones. Una de esas limitaciones
fue la novela, como lo confiesa en un
diálogo inserto en los Dichos de Luder:
“Le preguntan a Luder por qué no escribe novelas.
-
Porque soy un corredor de
distancias cortas. Si corro el maratón me expongo a llegar al estadio cuando el público ya se ha
ido”.
No es pues ni remotamente ese monumento
andante a la depresión y al pesimismo enfermizo que fue Vallejo. Ribeyro, por
el contrario, fue un hedonista en sus largos años de soltería, sin que ello
menoscabara su metódico ritmo de trabajo frente a la máquina de escribir. En
una entrevista concedida en 1991, se extrañaba de que se le considerara un
escritor trágico y pesimista cuando “hay, yo creo, cosas muy divertidas. Yo
me divierto mucho cuando escribo”.
Para
Ribeyro, un cuento debe contar necesariamente una historia, poseer una trama
que, real o ficticia, capture al lector al extremo de conmoverlo, divertirlo,
sobresaltarlo; en suma, crearle sensaciones que lo determinen a continuar la
lectura hasta el final, sin pausas de por medio. Un mandamiento pétreo como
éste, descalificaría al que se tiene por el cuento más breve del mundo: El
dinosaurio del guatemalteco Augusto Moterroso, que consta de una única
oración: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. Por otro
lado, Ribeyro considera -y con razón- que un cuento debe estar exento de toda
moraleja, colisionando él mismo con dicho precepto al escribir Alienación
(Cuento edificante seguido de breve colofón), brillantísimo relato que
narra la imposible transformación del zambo Roberto –teñida de pelo y empolvada
de rostro mediantes- en el gringo Bob, prototipo del hombre inconforme con su
propia humanidad que, adoptando personalidad, ademanes y apariencias
estadounidenses, provoca el ridículo y la burla entre sus conocidos, que como
él, se desviven en proezas para alcanzar la atención de Queca, la chica de las
piernas “que con el tiempo serían legendarias”.
La
cuentística de Ribeyro está plasmada en nueve libros: Los gallinazos sin
plumas (1955), Cuentos de circunstancias (1958), Las botellas y
los hombres (1964), Tres historias sublevantes (1964), Los
cautivos (1972), El próximo mes me nivelo (1972), Silvio en el
Rosedal (1977), Sólo para fumadores (1987), y Relatos
santacrucinos (1992). Todos ellos han sido reunidos desde 1973 en cuatro
tomos bajo el título La palabra del mudo, el último de los cuales
apareció en 1992, con reedición aumentada en 1994.
Decíamos
que Ribeyro fue injustamente relegado de la categoría de “grande” del “boom”
pese a ostentar sobrados méritos para incluirse en ella. Esto en parte a su
rechazo a la fama, y en gran medida al hecho sintomático de haber escrito en el
extranjero y publicado esencialmente en el Perú, con lo que su obra no alcanzó
la difusión internacional que permitió a Borges, Cortázar y al propio Bryce,
distinguirse en el género del cuento dentro del ámbito hispanoamericano. Su
narrativa, sin embargo, sí fue profusamente leída y estudiada por críticos
extranjeros, llegándose incluso a escribir tesis en torno a su producción
literaria, pero el gran público seguía siéndole mayoritariamente desconocido, y
no fue hasta noviembre de 1994, en los umbrales de su existencia, que su nombre
alcanza el relieve internacional que merecía con antelación, al obtener el IV
Premio Internacional de Cuento ‘Juan Rulfo’. Su esposa Alina y su único hijo,
Julio, recibieron el galardón de manos del presidente mexicano Carlos Salinas
de Gortari, ante su imposibilidad de viajar a tierras aztecas por su salud
resquebrajada, aunque no pocos escépticos, aseguran que, consecuente con su
personalidad, prefirió no exponerse a las cámaras, a las luces, a la
muchedumbre y al ceremonial que nunca compatibilizaron con su introvertida personalidad.
Suficiente sacrificio le significó autografiar los ejemplares de sus Cuentos
completos (Alfaguara, 1994) que manos anónimas le alcanzaban entre
empujones de admiradores que pugnaban por arrancarle una firma aprovechando su
presencia en
Desde
la publicación en 1955 de su primer libro de cuentos, Los gallinazos sin
plumas, Ribeyro fue vislumbrado como el escritor que le haría sombra al
gran Abraham Valdelomar, considerado por muchos –entre los que se cuenta Luis
Alberto Sánchez- como el mejor cuentista del siglo XX. De hecho, la breve vida
del ‘Conde de Lemos’, no le permitió producir una obra tan abundante como la
concebida por Ribeyro, pero nadie puede negar a estas alturas que en el esquivo
Julio Ramón, el Perú tiene a su mejor cuentista, e Hispanoamérica le reconoce
hoy un sitial de privilegio entre los narradores del “boom”.
El
4 de diciembre de 1994, Julio Ramón observó el vaivén de las olas de
Luis Fernando Poblete Elejalde
Lima, 23 de noviembre de 2004
(*) El texto, previamente revisado para su publicación al conmemorarse los treinta años del deceso de Julio Ramón Ribeyro, mantiene inalterable la puntuación y ortografía vigentes al momento de ser escrito.