Vamos a intentar un acto de
herejía: atentar contra ese dios pagano (porque además hay que pagarle para
deglutirlo) que es Mistura. En un país en que el ciudadano promedio admite que
le mienten la madre, pero mata cuando le dicen que el cebiche sabe feo y que es
chileno -por decir algo absurdo-, lo que vamos a escribir tiene, pues, sabor a
suicidio. Ya estábamos medio tristones con lo de Cerati, así que pisamos a
fondo el acelerador.
Como en toda religión, cuenta con
una legión interminable y metiche de predicadores que se meten a tu casa sin
posibilidad alguna de darles el portazo de rigor. Usan los noticieros, los
diarios e Internet para colarse de contrabando y abrirte el apetito con imágenes
suculentas. Saben que en la tentación está el cebo, y este divino dios que es
Mistura, a diferencia de sus colegas, te invita a pecar. He allí el detalle.
Además, por ser religión oficial
del Estado durante las dos semanas en que hace escala en la Costa verde –como que
es inaugurada por el mismísimo presidente de la República-, se te pone en
bandeja de plata (porque cuesta plata) todas las facilidades. Buses amarillos del
Metropolitano recorren de cabo a rabo la avenida Brasil para llevarte al
templo, porque es un gran templo donde los peregrinos hacen largas, larguísimas
colas para acercarse a la divinidad y ofrecerles sus panzas en sacrificio: un
chancho al palo, un anticucho con harto huacatay, o una papa bien rellena.
Contrariamente a otras confesiones, los diezmos se pagan por anticipado: te
cuesta veinticinco soles ingresar al templo. Una vez adentro, tienes más de un
santo al cual confesarle tu gula, que es pecado capital, por cierto. Eso sí, a
diferencia de otras iglesias, aquí eliges a tu santo de manera democrática:
animal, vegetal, mezcla de ambos, artificial, dulce, salado, agridulce,
etcétera. Encima te los llevas a la boca... y te los tragas.
Hasta allí todo suena bien en ese
oloroso proceso digestivo, pero hay un detalle, un gran detalle: "¡Haz tu
cola, pe' cuñao!". Sí, el rezo amerita penitencia previa, y como en esas
imágenes arrancadas del Medio Evo, con creyentes flagelándose el lomo a siete
púas el chicote, la procesión amerita paciencia, pies firmes y, como ya
dijimos, colas. Pasan cinco, diez, quince, veinte, y treinta minutos, y tú
sigues parado, putamadreando una que otra vez, es cierto, pero con la misma
expresión beatífica de cara al divino: párpados caídos, nariz en ristre,
mandíbula vencida y, de la boca, hilachas de baba descolgándose. Cuando por fin
llegas a él con las rodillas dobladas, ¡hostias, tampoco el rezo es gratuito!
Te llevas la mano al bolsillo, buscas tu óbolo y lo depositas en las del monaguillo,
quien te dará a Sangrecita -por citar a uno del santoral- sobre un humilde
cartón. El santo viene también en minúscula porción, porque el único diablo que
se opone al dios Mistura es la obscena y muy peruana afición a la abundancia.
Acto seguido, el feligrés busca sitio en donde masticar a gusto la cosa divina,
pero son tantos los devotos, que acabará de pie frente a un hermano de gula,
mirándole los molares en pleno triturar del santo; fantasía lúbrica de
cualquier odontólogo. Llenado el buche, como el dios Mistura manda, se dará
cuenta de que su calzado ha sido otro sacrificio: arenado, como de caminante
del desierto, porque aunque el mar esté enfrente, es, precisamente, arena de
playa. Con las rodillas, pies y mandíbulas adoloridas, recorrerá otras naves
del templo (“mundos” que les llaman aquí). La boca jadeante precisa de un buen
vaso de algo, de otra divinidad en forma de líquido. Allí están San Chicha, San
Pisco, San Jugo (con hábitos de distintos colores y sabores, desde luego), y
están junto a ellos las colas de devotos buscando humedecer el paladar y
refrescar el estómago. Largas colas, eso sí. Como ha entrado al templo a
rezarle a más de un venerable, cumplirá penitencia aún sintiendo que ya está en
el purgatorio. Llegado al sacristán y entregada la donación que nunca es a
voluntad, busca un lugar adecuado para beber del líquido piadoso y se ve
rodeado de otros tantos feligreses de bocas abiertas, bebiendo a borbotones, como
él. Los suspiros de satisfacción se confunden, suenan a pareja en cuarto de
hostal y, multiplicados, suenan a orgía. Un devoto ha aspirado el humor de otro
en acto de comunión, como una suerte de “daos fraternalmente la paz”. ¡Pero faltó el postre!... y allí va el muy
acólito a repetir la misma procesión.
Desde lo alto del acantilado de
Magdalena del Mar, un infiel observa al templo engullirse a todos esos devotos
que hacen cola en su boca para ser masticados por él y cebarse de ellos. Se reconoce
ateo frente a sus encantos, y recuerda haberle visitado una sola vez por pura curiosidad,
hace muchos años. Camina con las manos en los bolsillos por la avenida Brasil mientras
repasa sin emoción esos buses amarillos abarrotados de fieles que van al templo o
vienen de él. No siendo creyente de Mistura, es, no obstante, hombre de buen
diente. Observar desde el malecón al todopoderoso agitando las fauces en orgía
pantagruélica, le ha dado hambre. Llega entonces al cruce de los jirones
Ayacucho y Manco Cápac, dejándose arrastrar por el humeante aroma de los anticuchos
de doña Tarcila, toda una institución del distrito. Allí, en la intemperie, mastica
con deleite esos pedazos de corazón de res. “Más ajicito, pues, doña Tarcila”.
Lo hace, sin embargo, de una forma muy distinta a la de los devotos de la
religión pagana: sin colas y, sobre todo, ¡sentado!
Lima, septiembre de 2014
Fotos: 1) La República. 2) La Sotana del Inquisidor.
1 comentario:
Un genio de la escritura y del saber, eso es lo que eres!
Optica perfecta de una realidad latente.
Milagros Vasquez
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