sábado, 7 de junio de 2025

BOLOGNESI. LOS SUYOS, ARICA Y LA BANDERA

 

Horas antes, en la madrugada, el coronel Francisco Bolognesi Cervantes, sorbía una taza de café. Era preciso estar despierto. La captura del ingeniero Teodoro Elmore encargado de sembrar las minas para la defensa periférica de Arica; la vergonzosa deserción de Agustín Belaunde, jefe de ‘Los cazaderos de Piérola’, y la sordera oportunista de Leyva (“¡Apure…!”), le dieron la certeza de que lo acompañaba la soledad. Era él quien debía sostener a Arica con la impericia de muchos de sus soldados, algunos jóvenes civiles ensayados sobre la marcha como bravos guerreros, valientes de raza. Era el caso del acaudalado empresario iquiqueño Alfonso Ugarte Vernal, exalcalde de su ciudad natal y del bonaerense Roque Sáenz Peña, apenas recibido de abogado. Otros, más próximos a la jubilación, aunque con la enmienda de los galones y la experiencia acumulados, como Justo Arias y Aragüez y él mismo.

     El gesto adusto del hombre acostumbrado a guerrear, se dulcificó al imaginarse en Lima junto a su amada María Josefa. Se dejó llevar por los recuerdos de una vida feliz y, abriendo finalmente el cajón de su tosco escritorio, se entregó con delectación a la lectura de las copias de aquella última carta fechada el 22 del mes anterior, en Arica. Sus ojos migraban de un párrafo a otro, recordándose jubilado. Años después entregaría a la defensa de la capital a dos hijos jóvenes, saludables y dispuestos a continuar la protección de la patria. De pronto, leyó sus propias líneas: “Nunca reclames nada para que no se diga que mi deber tuvo precio.” Un militar no se jubila mientras las fuerzas se lo impelen y la defensa nacional está en juego.


     Había recibido la intimación de un tal Juan de la Cruz Salvo, sargento y emisario del general enemigo Manuel Baquedano, que no salvaba en nada su posición; por el contrario, las palabras del mensajero con nombre de redentor, indignaron el espíritu del viejo coronel, lo hirieron en su honor de soldado.

     Minutos antes, Bolognesi lo había recibido en su despacho, adivinando sus intenciones, escudriñándolo con gestos de lince.

- Le oigo a usted, señor – dijo serenamente el jefe de Arica.

- Coronel, el general en jefe del Ejército de Chile, deseoso de evitar un derramamiento inútil de sangre, después de haber vencido en Tacna al grueso de los aliados, me envía a pedir la rendición de la plaza, cuyos recursos en hombres, víveres y municiones conocemos – respondió Salvo, dando una bocanada de aire.

No había aliados. Los bolivianos huyeron tras la batalla del Alto de la Alianza (Tacna), desconociendo el tratado de ayuda mutua suscrito en 1870 y aprobado por el Congreso peruano en 1873. Hilarión Daza volvió a su país con su ejército y dejó todo lío a la suerte de la "supremacía peruana". Esto apenas en 1879. De ahí el nombre de "Alto de la Alianza". Bolivia ponía fin a su muy conveniente alianza con el Perú.

- Tengo deberes sagrados y los cumpliré hasta quemar el último cartucho – respondió con firmeza el jefe peruano.

El consejo de guerra que se había reunido a órdenes suyas en presencia del emisario chileno, secundó a su comandante. Estaban todos en aquella pequeña sala, confirmando sus palabras. Salvo palideció.

- Ya oyó usted, señor Salvo. Puede repetirle al general Baquedano que Arica no se rinde- y adelantándose a este, repitió con énfasis-: ¡Lucharemos hasta agotar el último cartucho!

Salvo hizo una venia, encogiendo los hombros, y sentenció: “Mi misión está cumplida”.

El jefe de la Plaza revisó sus emplazamientos. Se detuvo un instante ante la bandera de guerra. La vio flamear orgullosa entre tan pocos soldados y contuvo el aliento. Promediaban las cinco de la mañana y era preciso tomar decisiones ante el avance de los extranjeros. Justo Arias, jefe de los ´Granaderos de Tacna’, era su primera contención y voz de alarma: debía impedir el avance del enemigo desde el ‘Ciudadela’, improvisado fortín al ingreso de Arica. La superioridad numérica de los enemigos hizo sombra entre armas y cadáveres. Admirado ante la valentía del oficial peruano, un soldado chileno vociferó: “No queremos matarlo, mi coronel. ¡Ríndase!”. A Arias le sublevó la misericordia del adversario: “¡No me rindo, so carajos! ¡Viva el Perú! ¡A ellos, muchachos!”. Una descarga calmó su ímpetu. Don Justo había cumplido con justicia su misión.

Francisco comprendió su destino, semejante al de aquel coetáneo y hermano de armas. No se ganaba por la fuerza; se vencía con el honor. Junto a él caía el capitán de navío Juan Guillermo More, comandante del perdido buque ‘Independencia’. Cumplía lo que alguna vez llamó "penitencia". Pese a ello, el revólver del jefe de la Plaza disparaba aún, mientras su canosa humanidad se paseaba entre los gemidos de cuerpos agonizantes. No estaba dispuesto a rendir Arica. No lo haría mientras palpitase.

Bolognesi se hacía de la situación por encima de sus circunstancias, de su ejército reducido, de su edad; esa que no alcanzó a limitarlo, a la que burlaba mientras sentía ese calor adormeciendo su pecho. Y seguía disparando, pues le quedaban balas y había resuelto descargarlas todas sobre uniformes enemigos. De pronto, sintió un fogonazo más en su espalda.

Yacía acostado junto a un suelo ensangrentado por los suyos. Procuró incorporarse pues le quedaba un cartucho que llegó a asestar al roto que le venía por delante. Luego vendría por detrás el culatazo que lo despidió de este mundo.

La soldadesca invasora, prontamente carroñera, lo despojó de su uniforme, dejándolo desnudo.
Hoy, 7 de junio, se conmemora el sacrificio del coronel Francisco Bolognesi Cervantes y de los soldados que, como él, rindieron cuerpo y alma por la integridad territorial y el honor de la bandera del Perú en 1880. Es por ello que se jura fidelidad ante la enseña patria en la plaza que torna inveterado el nombre y la figura del jefe de Arica y, en su nombre, la de sus valientes subordinados, caídos junto a él en combate.

Permítanme corregir respetuosamente, si cabe el término, a miembros de los institutos armados que le cambian el apellido, haciéndolo oír “Bolocnesi”. Don Francisco era hijo de un músico italiano, don Andrea (Andrés) Bolognesi y la correcta pronunciación de su apellido en fonética castellana es “Boloñesi”. El coronel hablaba un fluido italiano y solía corregir a quienes hacían disparates con su apellido. Su padre mismo lo llamaba “Francesco” (léase Franchesco), y las cartas a las que he accedido en enero de este año, no admiten dudas. Pronunciar bien el apellido del héroe de Arica es también una suerte de homenaje a quien todo lo dio por la dignidad de su país, sabiéndose perdido.

Luis Fernando Poblete Elejalde
Lima, 7 de junio de 2025

Imagen: Batalla de Aríca, óleo de Etna Velarde.











COMBATE DEL CALLAO (2 DE MAYO DE 1866)

 

Durante el primer gobierno de Mariano Ignacio Prado, merced a un golpe de Estado, se convocó a un gabinete extraordinario para resolver el asunto con España. Este pasaría a la historia como el ‘Gabinete de los talentos’. Para el ministerio de Guerra, designó al eminente jurista cajamarquino, don José Gálvez Egúsquiza, director a la sazón del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, y padre del gran orador, poeta y futuro presidente del Senado de la República, José Gálvez Barrenechea.

   Prado era un coronel deslucido, percibido entonces como hombre de ambiciones desmedidas. El problema radicaba en la supuesta ‘exploración científica’ que la reina Isabel II -digna descendiente de Fernando VII- había confiado al más cazurro de sus almirantes, Casto Méndez Núñez.

    Luego de ocupar las islas de Chincha –entonces el mayor yacimiento guanero en pleno apogeo -, reclamando derechos sobre ellas y pagos inaceptables que supuestamente el Perú debía a la corona española, la armada realista se apostó frente a la rada del Callao, tomando la isla de San Lorenzo como centro estratégico.

    A las doce del mediodía del 2 de mayo de 1866, Núñez Méndez ordena los primeros cañonazos contra el puerto. La vecindad de Lima en carruajes, a lomo de bestia, o sencillamente corriendo a través de la alameda que mandó a construir el virrey Marqués de Osorno (hoy avenida Colonial), tomando posiciones, se encontró con sus pares chalacos.

El otrora orgullo militar español para repeler en el siglo XVIII a piratas y corsarios: la inexpugnable Fortaleza del Real Felipe ahora enarbolaba bandera peruana. Semanas antes del inminente encuentro, el ministro Gálvez, a instancias de sus asesores militares, había ordenado la construcción de torreones o fuertes para contener el ataque de los buques enemigos.

 De dichos lugares, habrían de nacer los espíritus indomables de Cáceres (a cargo del fuerte Ayacucho), Lizardo Montero, y del propio Grau, quien estaba entonces al mando de la mítica corbeta Unión.

    El soberbio comandante hispano había considerado que, la del Callao, sería una victoria rotunda. A las doce horas con 55 minutos, un proyectil venido de un barco enemigo, hizo estallar el torreón de la Merced, y con él al valiente abogado que, ante la premura y la necesidad, aceptó ser ministro de Guerra. A Casto Méndez, el jefe de una armada que, bajo los anhelos de su reina, pretendió reconquistar al Perú, no le fue mejor. Minutos después de recibir un proyectil certero, hizo que toda su flota arriara las armas de España sustituyéndolas por timoratas banderas blancas. Luego, pidió permiso, a través de un emisario, para que le permitieran enterrar a sus muertos en San Lorenzo. El gobierno peruano no opuso inconvenientes y, hasta hoy, esos combatientes de ultramar, guardan el sueño eterno en una isla peruana rodeada de aguas chalacas.

    El desangelado y herido Casto Méndez Núñez, sobrevivió apenas dos años al célebre Combate del Callao, siendo condecorado por la corona de España de todas las formas posibles… pero sin honor.

    Se han cumplido desde aquel aleccionador combate ciento cincuenta y nueve años. El militarismo imperante en el siglo XIX, antes de la elección del Manuel Pardo, primer presidente civil que tuvo el Perú, no admitía que héroe civil caído en hecho bélico, no fuese militar.

     El mejor tributo que podemos rendir al indiscutible héroe el Combate del Callao, es liberarlo de las charreteras y del traje militar con galones de coronel que jamás vistió en su marcha a la inmortalidad.