Son las ocho de la mañana del 9 de diciembre de 1824. Ambos
ejércitos están frente a frente, examinándose el uno al otro. Los realistas lo
hacen desde las alturas del Condorcunca; el patriota, situado desde el día anterior
en el valle de la Quinua, debajo de aquel pétreo centinela, mira hacia las
alturas forzando la vista. En apariencia, la ubicación de los godos es
inmejorable, pero el cusqueño Agustín Gamarra, jefe del Estado Mayor, es un
conocedor de la sinuosa geografía serrana; de sus bondades y peligros, de sus
dificultades y beneficios. Sabe que están encajonados y así se lo hace saber al
jefe del Ejército Unido Libertador.
A esa hora desciende a caballo el general Monet, fungiendo
de emisario del virrey La Serna. Córdova, dándole el alcance, lo escucha con
atención. El propósito del oficial enemigo es plausible: en ambos bandos hay
gentes unidas por lazos consanguíneos. Permitirles algunos abrazos y frases de
afecto antes de enristrarse en batalla, es un gesto que la humanidad del
general Antonio José de Sucre no desconoce y que, por el contrario, alienta.
Treinta y siete peruanos y veintiún colombianos, desprovistos de armas,
llegaron al área neutral en la que aguardaban ya ochenta y dos realistas en
similar condición. Treinta minutos después, regresan a sus respectivos
campamentos para el rancho. El de los patriotas, más austero que el de sus
adversarios, se reduce a galletas, queso, chancaca, y café. Sucre y sus
oficiales comparten la misma vianda que sus soldados; el virrey y sus generales
hacen el distingo con sus huestes: buena mesa y buen vino de Ica.
Hacia las diez de la mañana, vuelve Monet. Le indica a
Córdova que el virrey concede que los patriotas inicien la contienda. El
peruano José de La Mar, que está a su costado, rechaza la invitación y,
subrayando sus palabras, le replica cortés que ello corresponde a las
armas de Fernando VII, pues los americanos son los dueños de casa. Monet, con
un mohín de fastidio, emprende el retiro junto a su escolta.
Sucre está consciente de que la gran falencia de su ejército
radica en las pocas armas de fuego con
que dispone; toda su esperanza está puesta en el valor de los soldados y
de la causa que defienden. Montado en su caballo, va escudriñando rostros y
semblantes. Intenta adivinar ánimos y, oyendo los primeros fuegos enemigos,
decide romper cualquier duda: “¡Soldados, de los esfuerzos de hoy pende la
suerte de la América del Sur!”. Desenvaina el sable y señalando con él a los
realistas que descendían hacia ellos, prosiguió: “¡Otro día de gloria va a
coronar vuestra admirable constancia! ¡Viva la libertad de América! ¡Viva el
Perú!”. Los vítores corren atronadores en las gargantas de oficiales y soldados
decididos a embestir y someter a los godos.
Mira hacia lo alto y da instrucciones a Córdova de ganar el cerro;
hay que silenciar los cañones del rey. Este se apea del caballo, se descubre
el sombrero jipijapa, levanta su espada
y da la orden a los suyos: “¡División! ¡De Frente! ¡Armas a discreción! ¡Paso
de vencedores! ¡Marchen!”. Lanzas en mano, se precipitan hacia los fuegos
enemigos de las divisiones de Monet y Villalobos. Muchos caen. El Condorcunca se
entinta de rojo sangre. Pero aquellas piezas de artillería exhiben ahora sus bocas
ensordecidas al cielo. El monte está ganado.
En la pampa no es menor el estruendo. La tierra tiembla ante las pisadas de los herrajes. Sobre los equinos, chillan las espadas de peruanos, colombianos, argentinos, chilenos e irlandeses que combaten juntas contra las de los realistas. Tampoco cesa el fuego, y los jinetes caen heridos o muertos. Los primeros son llevados al hospital de campaña acondicionado en la iglesita de la Quinua. Allí, entre vendas, quejidos y estertores, se reencuentran dos hermanos que horas antes se habían estrechado en efusivo abrazo antes de devolverse a sus respectivos y enfrentados bandos: Leandro, el realista, y Ramón Castilla, el patriota convencido.
El cabo Villarroel, estando a punto de ultimar a un hombre
herido en la frente y regiamente uniformado, fue reprendido por el sargento de los Húsares de Junín, Pantaleón
Barahona. José de la Serna e Hinojosa, último virrey del Perú, había salvado la
vida gracias a la intervención de aquel humilde sargento peruano, no obstante,
su arrogancia y poder murieron en el acto. El virreinato que desconoció la
proclamación del 28 de julio de 1821, permitiéndose convivir con un Estado
soberano, acababa de fenecer.