Javier Diez Canseco Cisneros ha dejado de existir, y en su muerte ha escrito la metáfora de su propia vida: la de una lucha inacabable y digna. En un país como el nuestro en el que las ideologías son, las más de las veces, vestimentas de uso efímero o justificación de riquezas mal habidas, son pocas las personas que saben vivir y morir en consonancia con sus principios, sin hipotecas de conciencia y sin traicionarse a sí mismas. Diez Canseco pertenece a esa rala raza de hombres honestos y consecuentes de la política activa.
Pudo haber tenido un destino distinto, alejado de los ruidos y sinsabores de las batallas políticas que protagonizó con convicción; había nacido en el seno de una familia holgada y de raigambre política, y nada le faltó en sus primeros años. Fue un aristócrata de origen que se rebeló contra las desigualdades de un país fragmentado en castas, en estratos sociales, y para formar parte de esa lucha, con honestidad, comenzó por descastarse a sí mismo. Antes, y de forma prematura, había tenido que encarar una guerra distinta a la de clases: la de los humanos contra la adversidad. La polio no pudo con él al año de haber nacido, y su discapacidad, lejos de constreñirlo a un espacio complaciente y dubitativo, lo llevó al teatro activo y le creó una conciencia social, algo que en estratos pudientes pudiera asemejarse a la misericordia cristiana, aunque él se proclamó agnóstico.
Discrepo de muchas de sus formas, pero no dejo de reconocer en este hombre (y lo hice en vida) a una persona digna; lo fue con sus ideas, lo fue con sus actos. Tan digno fue este hombre que hoy, muerto, no deja que el miasma parlamentario toque su féretro, conforme a sus últimas disposiciones. Ellos, en acto canallesco, lo botaron del Parlamento, y cuando su acción de amparo fue declarada fundada, esos mismos canallas apelaron la decisión. También que conste el torpe ardid de los fujimoristas que, en busca de la libertad de su líder, se permitieron con él un gesto de ‘magnanimidad’ en la misma persona que, en la salita del SIN y ante el propio Montesinos, había pedido la cabeza del ‘Cojo’ (la señora Cuculiza, y eso es de dominio público). El propio ‘Cojo’, como ella lo llamó con desprecio, tuvo en su lecho de enfermo la valentía y dignidad de oponerse a ese pedido, sabiendo que con esa falsa reivindicación hubiera admitido el inexistente delito con que lo manchaban. Se distanció entonces de los que buscan la libertad a como dé lugar: por derecho (que no les asiste) o por lástima a título humanitario. Diez Canseco, valientemente, nunca apeló a la lástima.
Luchó fuertemente por los derechos de los ciudadanos discapacitados: les dio un rumbo, un lugar en la sociedad que les negaba ciertas labores y que poco a poco fue cediendo, reconociéndoles virtudes, capacidades innatas, y habilidades de las cuales no contamos los que oprobiosamente nos juzgamos ‘normales’. Diez Canseco vio por esos ciudadanos que muchos ignoraron, y su último aporte es la actual Ley General de la Personas con Discapacidad.
Podemos disentir de su ideología, pero nunca de su lealtad a ella. Es por ello que Javier Diez Canseco, contra todo lo que quisieran sus detractores, es un convencido y no un enriquecido. Luchó por sus ideas y no hizo causa de ellas para hacer fortuna. Por esa razón, el féretro de un hombre como él, merece respeto en su andar por esa Lima que recorrió con tanta preocupación.
1 comentario:
Fernando:
Muy interesante y cierto tu publicación, yo agregaria que era un hombre consecuente.
Hace unos años, tuve la suerte de escucharlo por aqui en Madrid.
Un saludo compañero de aulas.
HORACIO
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