“¿De qué te disfrazarás esta noche?”, me pregunta una amiga. La miro con cariño, le sonrío traviesamente y evado la respuesta. Hace mucho que no me disfrazo más que de mí mismo. La última vez fue de soldado a la prusiana. La varicela que Giancarlo me contagió entre abrazos efusivos y malintencionados, se había esparcido por mi cuerpo dejando a buen recaudo mi cara, y sin ánimo de perderme la fiesta de Halloween en casa de Lorenzo, callé con maldad. Si querían noche de brujas, hechos unas brujas quedarían muchos con las muestras de mi afecto aquella friolenta noche atemperada por la benevolencia de una fiebre tenue. Cierto es que Giancarlo no fue un malvado: a él lo había contagiado también un amigo del colegio. Fue una cadena inevitable, al mejor estilo de las que se arrojan por debajo de la puerta con la imagen de algún santo varón –amenaza incluida-, y me correspondía seguir el rito. Mi mejor venganza, sin embargo, no vino de mis brazos cordiales como sí del mar de risotadas que causó el disfraz de mi victimario: se había perdido dentro de un traje de perro Pluto al que debía descabezar si acaso quería hablarnos. Al parecer no había escarmentado lo suficiente con el E.T. del año anterior.
Mi primer disfraz fue el de un pirata de bigote, barba y cicatrices pintarrajeados con el lápiz de cejas de mi madre. Tuve por compinche a mi entrañable amigo Giovanni: “ahora a mí, ahora a mí”. Poco antes de ir a esa primera fiesta que fue también en casa de Lorenzo, salimos a la calle con nuestros espadines de palo y unas bolsas que nunca usamos. No estábamos en plan de mocosos pedigüeños. La recolección de caramelitos era cosa de niños, decíamos. Nuestro objetivo fue la puerta de un viejo seco que me arrebató mi pelota de fútbol una semana antes por el solo hecho de utilizar su garaje como arco en las definiciones por penales del ‘Inter Santa Beatriz’. Le dimos de palazos a su puerta hasta romper nuestras armas arrancadas a los cajones en que venían embaladas las fumigadoras que mi padre importaba de Alemania. Luego de la hazaña de unos auténticos piratas, corrimos como era menester. Giovanni, donde quiera que estés, perdóname por haberte hecho cómplice de mi plan canallesco. No tenías que comprarte ese pleito, que al cabo tú no viviste en Santa Beatriz. ¡Gracias!
En los años posteriores me limité a cubrir la cabeza con un sombrero a lo Indiana Jones, salvo un 31 de octubre de fines de los noventa, cuando Raúl y yo visitamos por última vez el mítico antro de Lince llamado Swing. Ambos habíamos roto con nuestras enamoradas y era preciso olvidar aunque el lugar estuviese inundado de calabacitas plásticas con velitas ardiendo en su interior y esqueletos hechos de cartón. No cabía el disfraz, tampoco el sombrero.
La nuestra fue una de las primeras generaciones de mocosos en adoptar la celebración made in USA, pues aquí en el Perú, mucho antes de que lo supiéramos –y de que existiéramos-, un señorón de esos de sombrero de copa y permanente traje de pingüino, firmó el decreto que en 1944 instauró el 31 de octubre como ‘Día de la canción criolla’. Cuando los saraos de salón o las farras de peña le daban tregua, don Manuel Prado Ugarteche ejercía de presidente constitucional de la República.
La rúbrica emocional tardó algo más: Lucha Reyes, intérprete de muchos de nuestros valses, se permitió morir el 31 de octubre de 1973.
Hace mucho que dejé los disfraces sustituyéndolos por tropiezos que pretenden ser bailecito. Siempre en una peña y a ritmo de guitarra y de cajón. Siempre, por cierto, disfrazado de mí mismo.
Lima, 31 de octubre de 2010