miércoles, 3 de mayo de 2023
lunes, 12 de diciembre de 2022
BATALLA DE AYACUCHO - DÍA DEL EJÉRCITO DEL PERÚ (9 DE DICIEMBRE DE 1824)
Son las ocho de la mañana del 9 de diciembre de 1824. Ambos ejércitos están frente a frente, examinándose el uno al otro. Los realistas lo hacen desde las alturas del Condorcunca; el patriota, situado desde el día anterior en el valle de la Quinua, debajo de aquel pétreo centinela, mira hacia las alturas forzando la vista. En apariencia, la ubicación de los godos es inmejorable, pero el cusqueño Agustín Gamarra, jefe del Estado Mayor, es un conocedor de la sinuosa geografía serrana; de sus bondades y peligros, de sus dificultades y beneficios. Sabe que están encajonados y así se lo hace saber al jefe del Ejército Unido Libertador.
A esa hora desciende a caballo el general Monet, fungiendo de emisario del virrey La Serna. Córdova, dándole el alcance, lo escucha con atención. El propósito del oficial enemigo es plausible: en ambos bandos hay gentes unidas por lazos consanguíneos. Permitirles algunos abrazos y frases de afecto antes de enristrarse en batalla, es un gesto que la humanidad del general Antonio José de Sucre no desconoce y que, por el contrario, alienta. Treinta y siete peruanos y veintiún colombianos, desprovistos de armas, llegaron al área neutral en la que aguardaban ya ochenta y dos realistas en similar condición. Treinta minutos después, regresan a sus respectivos campamentos para el rancho. El de los patriotas, más austero que el de sus adversarios, se reduce a galletas, queso, chancaca, y café. Sucre y sus oficiales comparten la misma vianda que sus soldados; el virrey y sus generales hacen el distingo con sus huestes: buena mesa y buen vino de Ica.
Hacia las diez de la mañana, vuelve Monet. Le indica a Córdova que el virrey concede que los patriotas inicien la contienda. El peruano José de La Mar, que está a su costado, rechaza la invitación y, subrayando sus palabras, le replica cortésmente que ello corresponde a las armas de Fernando VII, pues los americanos son los dueños de casa. Monet, con un mohín de fastidio, emprende el retiro junto a su escolta.
Sucre está consciente de que la gran falencia de su ejército radica en las pocas armas de fuego con que dispone; toda su esperanza está puesta en el valor de los soldados y de la causa que defienden. Montado en su caballo, va escudriñando rostros y semblantes. Intenta adivinar ánimos y, oyendo los primeros fuegos enemigos, decide romper cualquier duda: “¡Soldados, de los esfuerzos de hoy pende la suerte de la América del Sur!”. Desenvaina el sable y señalando con él a los realistas que descendían hacia ellos, prosiguió: “¡Otro día de gloria va a coronar vuestra admirable constancia! ¡Viva la libertad de América! ¡Viva el Perú!”. Los vítores corren atronadores en las gargantas de oficiales y soldados decididos a embestir y someter a los godos.
Mira hacia lo alto y da instrucciones a Córdova de ganar el cerro; hay que silenciar los cañones del rey. Este se apea del caballo, se descubre el sombrero jipijapa, levanta su espada y da la orden a los suyos: “¡División! ¡De Frente! ¡Armas a discreción! ¡Paso de vencedores! ¡Marchen!”. Lanzas en mano, se precipitan hacia los fuegos enemigos de las divisiones de Monet y Villalobos. Muchos caen. El Condorcunca se entinta de rojo sangre. Pero aquellas piezas de artillería exhiben ahora sus bocas ensordecidas al cielo. El monte está ganado.
En la pampa no es menor el estruendo. La tierra tiembla ante las pisadas de los herrajes. Sobre los equinos, chillan las espadas de peruanos, colombianos, argentinos, chilenos e irlandeses que combaten juntas contra las de los realistas. Tampoco cesa el fuego, y los jinetes caen heridos o muertos. Los primeros son llevados al hospital de campaña acondicionado en la iglesita de la Quinua. Allí, entre vendas, quejidos y estertores, se reencuentran dos hermanos que horas antes se habían estrechado en efusivo abrazo antes de devolverse a sus respectivos y enfrentados bandos: Leandro, el realista, y Ramón Castilla, el patriota convencido.
La división realista de Valdés había sorprendido a la colombiana de Vargas y a la peruana de La Mar. Sucre ordena a los Húsares de Junín ir en auxilio de ellas, tiempo valioso para que el mariscal La Mar restaure sus batallones, providencialmente potenciado por los montoneros de la sierra. Los godos no dan crédito a lo que sucede: los invade el desconcierto. Muchos de los soldados peruanos que lucharon por las armas y del “muy deseado” Fernando VII, resuelven entonces volverlas en contra de sus propios jefes. El virreinato más poderoso de América empezaba a resentir la frialdad que precede a la muerte.
El cabo Villarroel, estando a punto de ultimar a un hombre herido en la frente y regiamente uniformado, fue reprendido por el sargento de los Húsares de Junín Pantaleón Barahona. José de la Serna e Hinojosa, último virrey del Perú, había salvado la vida gracias a la intervención de aquel humilde sargento peruano, no obstante, su arrogancia y poder murieron en el acto. El virreinato que desconoció la proclamación del 28 de julio de 1821, permitiéndose convivir con un Estado soberano, acababa de fenecer.
¡FELIZ DÍA DEL EJÉRCITO DEL PERÚ!
La victoria de Ayacucho fue anunciada oficialmente el 18 de diciembre de 1824 en la Gaceta de Gobierno del Perú, aunque ya se conocía por el respectivo parte de guerra, firmado por Sucre. Su destinatario: Bolívar, a la sazón en la Quinta de la Magdalena Vieja (hoy, parte integrante del Museo de Antropología, Arqueología e Historia del Perú).
¡VIVA EL EJÉRCITO DEL PERÚ!
Luis Fernando Poblete Elejalde
Lima, 9 de diciembre de 2020
jueves, 15 de julio de 2021
DECLARATORIA DE LA INDEPENDENCIA (25 de julio de 1821)
Don José miraba hacia la Plaza Mayor de Lima imaginando que por esos mismos vidrios habían repetido el trámite los más poderosos representantes de la corona española..
Observaba el rutinario andar de vivanderas y pregoneros que cumplían horarios que no había conocido en su niñez y adolescencia en ultramar, enarbolando los blasones borbónicos contra las huestes napoleónicas. Sintió incluso una satisfacción insana al sentarse en el mismo sillón que pocos días, antes de su ingreso a Lima, había dejado vacante La Serna, quien se asentaba en la ciudad imperial, la de los incas: Cusco.
Estrategia, se repetía a sí mismo, y ante los que como Álvarez de Arenales o el ‘Lord Metálico’, le impelían a tomar la ciudad más poderosa y mimada del imperio español por las armas. “Basta, señores, La Serna nos ha dejado la capital de la América.”
Recordaba, ensimismado, en el viejo trono virreinal, la forma en que la opulenta capital del imperio español en América lo vitoreó el día 12 de julio, acompañado tan solo de un edecán.
Con la complicidad de la noche, pretendía no ser visto, pero al tiempo se dio cuenta de algo propio de las gentes de tan singular ciudad: la chismografía y el boato con que la Ciudad de los Reyes habría de recibirlo en el Cabildo con súplicas de gentiles damas que iban, desde bailar con él, hasta ofrecerles a sus hijos como reservistas.
- ¡Ya pasó el festejo!- le exclamó a Bernardo de Monteagudo, tucumano de nacimiento y sagaz abogado que lo había acompañado desde la otrora Capitanía General de Chile.
Desde la antigua residencia de conquistadores, reyezuelos y virreyes, envió, más que a manera de resolución, una elegante y muy atildada invitación al Ayuntamiento de Lima el día 14 de julio de 1821:
“Excmo Sr.
Deseando proporcionar cuanto antes sea posible la felicidad del Perú, me es indispensable consultar la voluntad de los pueblos. Para esto espero, que V.E. convoque una junta general de vecinos honrados, que representando al común de habitantes de esta capital (…) juren la prosperidad de la América.”
No esperaba inmediata respuesta, pero se vio sorprendido ante la contestación cuasi inmediata de su destinatario que, de virreinal, pasó a ser patriota. Es decir, partidario suyo, pese a las reticencias del arzobispo de Lima, Bartolomé María de las Heras.
“Excmo Sr.- Con arreglo al oficio de V.E. recibido en este momento, se queda haciendo la elección de las personas de probidad, luces y patriotismo que unidas en el día de mañana, expresen espontáneamente su voluntad por la Independencia. Luego que se concluya, se pasará a V.E. la acta respectiva. (…) Sala Capitular de Lima y Julio 14 de 1821.”
José, fogueado en estrategias militares desde la adolescencia, no daba crédito a la respuesta. Inquiría –y con razón- a Monteagudo, pero, con más severidad, a Hipólito Unanue que, de ser delegado del depuesto virrey Pezuela, pasó a sus órdenes, abrazando la causa patriota.
- Conozco a esa gente, mi general- respondió Unanue-. Seré yo el primero en afirmar nuestra independencia, si me lo permite.
San Martín no puso mácula al ariqueño. Por el contrario, se reconoció en él. Tantas veces ofendido entre los peninsulares, le rindió las debidas disculpas, pero durmió mal, pensando en intrigas que ya había experimentado tanto en el Río de la Plata como en Chile.
A la mañana siguiente, un ayudante de cámara fue a su habitación para despertarlo; sabía que había dormido poco. El oficial se dio cuenta del error: José, sentado sobre una tosca banca de madera, observaba la silente procesión de aquellos ‘notables’ haciendo fila ante el Cabildo de Lima. Sonreía, sin duda, pues le daban aquel 15 de julio, el arma legal para proclamar la independencia del Perú días después. El astuto Monteagudo se lo confirmó.
Muchos de ellos firmaban ostentosos con sus títulos de Castilla. Otros, más prudentes y, acaso sin prosapia virreinal, lo hicieron con su nombre de pila. Fueron finalmente trescientos, entre blasonados, prelados y demás notables de la tres veces coronada villa de los Reyes.
Original del primer folio del Acta de la Independencia del Perú, conservado en el Archivo de la Municipalidad Metropolitana de Lima
Lima, 14 de julio de 2021
domingo, 6 de junio de 2021
PUNCHAUCA, DOSCIENTOS AÑOS DESPUÉS
Era un golpe de Estado inédito, perpetrado contra un representante de la corona española por sus propios oficiales, reparaba San Martín sobre lo sucedido en Aznapuquio en enero de aquel año de 1821: Joaquín de la Pezuela, otrora lugarteniente del inflexible Abascal, era depuesto por el teniente general José de la Serna e Hinojosa. La posibilidad de extender una tregua para recomponer a ambos bandos se veía cercana, pues al igual que él, el representante de facto de Fernando VII era masón, y eso lo aproximaba a un encuentro más auspicioso que el de Miraflores para reforzar a su ejército. Era menester atender a los soldados que padecían de disentería y paludismo en Huacho, Supe, Barranca y Pativilca. La paciencia se hizo sabia. Sabía que La Serna no estaba en condiciones de atacar. La bella guayaquileña Rosa Campuzano, extraño empuje de discreción femenina y temeridad, y otros espías como Francisco Javier Mariátegui, lo mantenían al tanto de la precaria situación en el campamento de los godos.
José de la Pezuela, virrey de facto del Perú, luciendo el título de 'Conde los lo Andes' que le confirió Fernando VII, cuando llegaba a Madrid la noticia de su derrota y capitulación en Ayacucho, en diciembre de 1824.
El propio “general rebelde”, como era motejado por los realistas, urgía de medicamentos en sendas epístolas dirigidas a Bernardo O’Higgins, su hermano de la Logia Lautaro, director supremo de Chile, y uno de los principales financistas de su expedición. De las Provincias Unidas del Río de la Plata era difícil esperar alguna ayuda dada la distante y agreste geografía que lo desconectaban de ellas, y la convulsa situación política del momento.
La providencia y el clima, sin embargo, hicieron lo suyo. Persuadido Fernando, “el Deseado”, de la necesidad de un entendimiento con San Martín, envía al solícito y muy simpático Manuel Abreu, hombre de finos modales quien le recordó al general el trato amable que tuvo en Málaga con su madre y hermana. Don José, no menos cortés, dispuso para él un magnífico hospedaje, mayordomos y un edecán. Incluso los términos con que Abreu obsequió a San Martín, denotaban un trato distinto de la corona: no era más el “rebelde”, sino el “disidente”. Fue debido a su mediación que el reacio La Serna aceptó llevar a cabo las negociaciones en mayo de 1821; este no tenía alternativa ante las instrucciones de un comisario real y su tambaleante condición de virrey, al no haber sido ratificado por el soberano español.
Fernando VII, tozudo rey de España, en magnífica representación pictórica del limeño José Gil de Castro, ante quien jamás posó. El óleo fue ejecutado en Lima por su autor y se conserva en el Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia del Perú, en el distrito de Pueblo Libre (Magdalena Vieja), Lima.
No obstante la sincera empatía que fluía entre San Martín y Abreu, el general entendió que era menester algo más que los buenos oficios de su huésped para hacerlos efectivos. Así dispuso que el general inglés, Guillermo Miller, atacara por mar los puertos intermedios, entre Pisco y Arica. A su vez, el general Juan Antonio Álvarez de Arenales, oriundo de España y criado en el Río de la Plata, incursiona en la sierra central, haciéndose de Jauja y Pasco. El objetivo era cortar la entrada de víveres a la capital, favoreciendo el ingreso de un José victorioso a los dominios de un José flanqueado y en clara desventaja.
San Martín estaba decidido a asediar Lima, cuando llega la carta esperada. Otra vez la providencia, pensó. Era La Serna quien invitaba al “jefe rebelde” a negociar. San Martín sonríe de buen grado. Era evidente que las circunstancias lo favorecían: no solo tenía el aprecio y la mejor disposición de Abreu; también a un virrey masón con el que, pese a las discrepancias, podría entenderse con una cierta cordialidad.
El vencedor de Maipú designa como delegados a Tomás Guido, José García del Río y José Ignacio de la Roza. El virrey elige como lugar de encuentro la hacienda Punchauca, entre Lima y Canta, en el valle del río Chillón (hoy, distrito de Carabayllo). Las instrucciones del general San Martín son simples y precisas: el reconocimiento de la independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Chile, y el Perú. Los delegados realistas, por su parte, opusieron el reconocimiento de la Constitución de Cádiz de 1812 que ya había sido jurada en Lima durante el mandato del virrey Abascal. Ello, no obstante, significaba la sujeción del Perú a la Metrópoli y, por tanto, el desconocimiento de su nacimiento como Estado. Abreu intervino con una fórmula que satisfizo en parte a los “disidentes”: que comisionados de Chile y el Perú fueran junto con él a Madrid a negociar la paz. Las Provincias Unidas del Río de la Plata quedaban excluidas, por cuanto San Martín carecía de representatividad en ellas.
Contra lo que pueda creerse, don José esperaba este desenlace. Había que pedir lo más para obtener un punto intermedio que asegurase la forma de gobierno que él y su colaborador, Bernardo de Monteagudo, habían ideado para asegurar un Perú independiente: la monarquía constitucional. No era una idea nueva. Ambos conocían las aparentes ventajas del Plan de Iguala, ideado para la Nueva España (México), que supuso el acuerdo entre el realista Agustín Iturbide y el patriota Vicente Guerrero, bajo tres fundamentos: la búsqueda de un príncipe de la casa de Borbón para que gobierne bajo un sistema de monarquía constitucional, reconociendo la igualdad entre americanos y peninsulares, y a la religión católica como única y excluyente.
Era momento de encontrarse con el virrey. Hablarían finalmente los jefes de ambos bandos. Acompañado de los coroneles Las Heras, Necochea, Paroissien y dos de sus edecanes, atravesó tierras áridas por momentos preñadas de riachuelos y canales prehispánicos que enverdecían lo que alguna vez fue desierto. La mano del antiguo peruano había transformado la naturaleza. Don José observaba respetuosamente esos molles que manos milenarias habían hecho crecer. Llegó a la hacienda cuando se ponía el sol. Espléndida imagen. Los balaustres, los tallados de puertas y las rejas contorneadas de las ventanas; la capilla anexa de dulzón canturreo anunciaba su llegada. Abreu, a quien consideraba ya un amigo, lo esperaba sonriente en el magnífico portón. Se dieron un abrazo, guiándolo luego por amplias habitaciones iluminadas por candiles. Tocó finalmente una puerta casi tan grande como la de ingreso. “¡Adelante!”, se oyó. Un hombre de porte militar, sentado sobre un mullido sillón lo saludó con afecto y lo invitó a sentarse junto a él. El general se excusó: demasiado tiempo soportando el lomo de un caballo. El hombre que festejaba la excusa del “disidente” era José de La Serna, el virrey de facto.
Célebre óleo del artista peruano, Juan Lepiani, representando la entrevista de Punchauca entre el general José de San Martín y José de la Serna, conservado en el el auditorio del Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia del Perú.
- Puede que no me reconozca, pero yo sí a usted. Soy hombre de armas, y he blandido mi espada por la causa del rey- dijo La Serna.
- Lo sé, mi general. Serví a esa misma causa durante veinte años – repuso San Martín-. Usted y yo peleamos contra los franceses en Bailén.
- Es hombre de buena memoria, general. ¿Y ahora se levanta contra su majestad?
- ¿Quién se ha levantado contra quién, mi general?
La Serna carraspeó. No podía olvidar que había derrocado al legítimo representante de Fernando VII y que su autoridad estaba condicionada a un reconocimiento regio. De allí que, aunque virrey en los hechos, el “jefe de los rebeldes” no lo tratase de “su excelencia” o “señor virrey”. Hizo un gesto con el brazo y al instante ingresaron los pajes sirviendo la cena. Convinieron en tratar el asunto al día siguiente.
A la mañana del 2 de junio, don José desayunó con sus acompañantes y, poco antes del mediodía, se reunió nuevamente con el virrey.
- General La Serna, vengo a proponerle la independencia del Perú de manera pacífica y digna para ambas partes- el virrey frunció el ceño, pero no lo interrumpió-. Propongo para el Perú una regencia bajo su poder y dos vocales por los nacidos en estas tierras y dos más por los de España.
- ¿Qué dice usted?- preguntó La Serna extrañado.
- Es momentáneo, mi general –respondió San Martín-, en tanto un príncipe de Borbón quiera tomar la corona del Perú, siempre y cuando admita un Congreso soberano y jure fidelidad a una Constitución que dicho Parlamento sancionará.
La Serna repasaba el mentón con sus manos. Además de haber depuesto a Pezuela por blandengue, él mismo había jurado ante Canterac, Valdés, Monet y Carratalá, entre otros, que habría de defender las armas del rey. No daba crédito a la propuesta del “rebelde”.
- No es posible mantener este estado de cosas, mi general –prosiguió San Martín-. Si es mi deber para con la América, yo mismo iré a Madrid a explicar este propósito a su majestad. Comprenda usted que esta tierra ya no es vuestra, como tampoco lo es el resto del continente. Ni usted ni nadie puede remediar las cosas en favor de la causa del rey. Nos gobernamos nosotros en gran parte del continente. Ustedes pueden formar parte de él, si así lo desean, mas no estar por encima de nuestras gentes- argumentó don José.
Visiblemente fastidiado, el virrey pidió cuarenta y ocho horas para dar una respuesta ante la propuesta sanmartiniana.
Finalmente, esta llegó de manos de Valdés y del coronel Camba. Decía: “(…) que se acordase una cesación de hostilidades por el tiempo necesario para obtener una resolución definitiva de la Corte, y que mientras tanto, tirando una línea de Oeste a Este por el río Chancay, gobernasen al norte los Independientes, el país que ocupaban, que el resto del Perú será gobernado por nuestra Constitución, nombrando S. E. al intento una Junta de Gobierno, que el mismo Virrey se embarcará para Europa a instruir a S. M. de lo que pasaba y que si San Martín quería llevar a cabo su proyecto de pedir un príncipe de la familia real de España, podrían hacer el viaje juntos”.
Don José, enterado de que esta misiva la había recibido cuando La Serna ya había abandonado Lima para acantonarse con su ejército en el Cusco, se despidió efusivamente de Abreu en el 'Moctezuma' que estaba a punto de abandonar el Callao.
- Adiós, mi general. Sé agradecer la hospitalidad que tuvo a bien brindarme- dijo Abreu-. Entra usted a Lima, ¿verdad?
- Aún no, amigo mío. Aún no. Cuando sea propicio.
Luis Fernando Poblete Elejalde
Lima, 02 de junio de 2021
"POST SCRIPTUM"
Pocas horas después de que el Instituto Sanmartiniano del Perú tuviera la gentileza de publicar el presente artículo, al conmemorarse los doscientos años de la primera y única entrevista entre el general José de San Martín y el representante no reconocido de Fernando VII, en la hacienda Punchauca (hoy, distrito de Carabayllo, parte integrante de la ciudad de Lima), escuchamos atónitos por Radio Nacional, las declaraciones de la viceministra de Patrimonio Cultural e Industrias Culturales, señora Leslie Urteaga, encomiando el valor histórico del inmueble, hoy en estado ruinoso. Explica que recién el próximo mes -sin precisar fecha- recibirá la convocatoria con miras a tener el expediente técnico al cual se asignará "más de medio millón de soles", según ella. No queremos ser doblemente malpensados, desde luego, pero como ella misma advierte, vienen realizándose trabajos de vigilancia, limpieza y protección de Punchauca desde que en 2018 se lanzó a nivel nacional el inicio de las festividades por las actividades del bicentenario. Se suponía que para el 2 de junio de este año, tendríamos una hacienda debidamente restaurada y reconstruida, con muebles de época. Cierto es que la cuarentena atrasó lo que jamás se hizo, salvo que para doña Leslie, "vigilancia" equivalga a un centro recurrente de gentes de mal vivir; que "limpieza" signifique acariciar tímidamente las cerdas de una escoba contra las inmundicias que dejan esas personas en sus noches alucinadas, y que "protección" se reduzca a apuntalar con raquíticas maderas lo que aún se mantiene en pie por la contundencia de sus muros. Finalmente, señora viceministra, la cronología de los hechos nos ha exonerado de ser fieles y, por el contrario, extremadamente ateos de la buena voluntad de los titulares del Ministerio de Cultura, ante derrumbes y siniestros varios en monumentos históricos y arquitectónicos de nuestra ciudad capital: el del parte de un palacete de 1905 entre la plaza Bolognesi y la avenida Arica, en Breña; los dos edificios chamuscados e inhabitables que don Víctor Larco Herrera inauguró en 1924 para dar realce al bello obelisco del Combate del Callao del 2 de mayo de 1866, con motivo del aniversario de la Batalla de Ayacucho, y qué duda cabe, el más reciente: el Edificio Giacoletti en plena Plaza San Martín, más antigua que ella misma, con motivo del centenario. De ahí que, como dijimos antes, no queremos pecar de doblemente malentendidos. Que sus palabras, algo tardías, no se difuminen en el empedrado de las buenas intenciones como las ilusiones del vencedor de Maipú de llegar a una solución. Al menos, La Serna fue más expeditivo.
Lima, 06 de junio de 2021
Estado actual de la hacienda Punchauca. Foto: Radio Nacional
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lunes, 3 de mayo de 2021
COMBATE DEL CALLAO (2 de mayo de 1866)
Durante el primer gobierno de Mariano Ignacio Prado, merced a un golpe de Estado, se convocó a un gabinete extraordinario para resolver el asunto con España. Este pasaría a la historia como el ‘Gabinete de los talentos’. Para el ministerio de Guerra, designó al eminente jurista cajamarquino, don José Gálvez Egúsquiza.
Prado era un coronel deslucido, percibido entonces como hombre de ambiciones desmedidas. El problema radicaba en la supuesta ‘exploración científica’ que la reina Isabel II,-digna descendiente de Fernando VII- había confiado al más cazurro de sus almirantes, Casto Méndez Núñez.
Luego de ocupar las islas de Chincha –entonces el mayor yacimiento guanero en pleno apogeo -, reclamando derechos sobre ellas y pagos inaceptables que supuestamente el Perú debía a la corona española, la armada realista se apostó frente a la rada del Callao, tomando la isla de San Lorenzo como centro estratégico.
A las doce del mediodía del 2 de Mayo de 1866, Núñez Méndez ordena los primeros cañonazos contra el puerto. Limeños y chalacos tomaron posiciones, además de los integrantes de los fortines organizados por Gálvez, incluyendo el otrora orgullo militar español para disipar en el siglo XVIII a piratas y corsarios: la inexpugnable Fortaleza del Real Felipe, ahora bajo bandera peruana. En dichos lugares, habrían de nacer los espíritus indomables de Cáceres (a cargo del fuerte Ayacucho), Lizardo Montero, y del propio Grau, quien estaba entonces al mando de la mítica corbeta Unión.
El soberbio comandante hispano había considerado que, la del Callao, sería una victoria rotunda. A las doce horas con 55 minutos, un proyectil venido de un barco enemigo, hizo estallar el torreón de la Merced, y con él al valiente abogado que, ante la premura y la necesidad, aceptó ser ministro de Guerra. A Casto Méndez, el jefe de una armada que, bajo los anhelos de su reina, pretendió reconquistar al Perú, no le fue mejor. Minutos después de recibir un proyectil certero, hizo que toda su flota variara las armas de España por timoratas banderas blancas. Luego, pidió permiso, a través de un emisario, para que le permitieran enterrar a sus muertos en San Lorenzo. El gobierno peruano no puso inconvenientes y, hasta hoy, esos combatientes, guardan el sueño eterno en una isla peruana rodeada de aguas chalacas.
El desangelado y herido Casto Méndez Núñez, sobrevivió apenas dos años al célebre Combate del Callao, siendo condecorado por la corona de España de todas las formas posibles, pero sin honor.
Del histórico combate, se han cumplido ciento cincuenta y cinco años. ¡Viva el Perú!
Óleo anónimo del siglo XIX que se conserva en la Fortaleza del Real Felipe (Museo del Ejército Peruano).
Luis Fernando Poblete Elejalde
Lima, 2 de mayo de 2021
lunes, 18 de enero de 2021
LIMA, SIEMPRE LIMA
Lima invasiva e invadida. Lima de balcones de cajón y aroma a picarón. Lima criolla, Lima serrana, Lima de todos. Lima mía y de zutano. Lima de tranvías durmiendo el sueño y de combis destruyéndolo, de trenes eléctricos y peatones presurosos. Lima de tardes frente al mar y de bocinazos en horas punta. Lima siempre. Lima de águilas en emblema y de gallinazos en las torres. Lima de pregones y serenos; de humiteros y suerteros, de ‘fast food’ y vivanderas, de anticucheras y vendedoras de mistura. Lima de Palma, de Polo y de Chabuca. Lima que te quiero bien, Lima que te quiero mal, que te quiero verde y que te quiero más. Lima de cielo gris, de pálido sol y de llovizna feliz. Lima del hombre que se cree interesante, también del ambulante. Lima que se construye sobre lo que se destruye. La Lima del ‘niño bien’ y la del humilde también. Lima cosmopolita, Lima del arenal. Lima, siempre Lima. Te bautizaron Ciudad de los Reyes, y en mejor y en justa comunión, te hiciste de la plebe. Lima mía, Lima de todos, tierra de santos y de y de espantos. Lima de turrón, si no en octubre en cualquier mes del año, pues en tu nombre siempre se toma chilcano.
Hace 486 años el conquistador extremeño y analfabeto, blandió su espada al cielo y te fundó bajo los fundamentos de los Lima, Wari e Ychsmas en nombre de los reyes de España. Fuiste la capital de la Nueva Castilla de Pizarro, la que tras del poderoso virreinato que lo sucedió, vio desfilar a libertadores, presidentes, dictadores y felones, y pese al drama de quienes te malquisieron y bendijeron, sigues siendo la capital del Perú.
Nací bajo tu cielo y creo que desde el vientre materno aprendí a quererte. Te fui conociendo más de la mano de mis padres, y de las historias que contaban mis abuelos. El amor infantil siguió creciendo como las olas de tu verduzco mar, hasta hacerse inmarcesible. ‘Ciudad jardín’, la ‘Tres veces coronada villa’, la ‘Perla del Pacífico’, Patrimonio Cultural de la Humanidad, no faltando un célebre intelectual que te llamase ‘Lima, la horrible’ sin ánimo de menoscabarte, pero para los ojos y el corazón de este terco y devoto caminante de tus calles y de las historias que ocultas en ellas, declaro por enésima vez el más legítimo y genuino amor por ti.
miércoles, 9 de diciembre de 2020
BATALLA DE AYACUCHO - DÍA DEL EJÉRCITO DEL PERÚ
Son las ocho de la mañana del 9 de diciembre de 1824. Ambos
ejércitos están frente a frente, examinándose el uno al otro. Los realistas lo
hacen desde las alturas del Condorcunca; el patriota, situado desde el día anterior
en el valle de la Quinua, debajo de aquel pétreo centinela, mira hacia las
alturas forzando la vista. En apariencia, la ubicación de los godos es
inmejorable, pero el cusqueño Agustín Gamarra, jefe del Estado Mayor, es un
conocedor de la sinuosa geografía serrana; de sus bondades y peligros, de sus
dificultades y beneficios. Sabe que están encajonados y así se lo hace saber al
jefe del Ejército Unido Libertador.
A esa hora desciende a caballo el general Monet, fungiendo
de emisario del virrey La Serna. Córdova, dándole el alcance, lo escucha con
atención. El propósito del oficial enemigo es plausible: en ambos bandos hay
gentes unidas por lazos consanguíneos. Permitirles algunos abrazos y frases de
afecto antes de enristrarse en batalla, es un gesto que la humanidad del
general Antonio José de Sucre no desconoce y que, por el contrario, alienta.
Treinta y siete peruanos y veintiún colombianos, desprovistos de armas,
llegaron al área neutral en la que aguardaban ya ochenta y dos realistas en
similar condición. Treinta minutos después, regresan a sus respectivos
campamentos para el rancho. El de los patriotas, más austero que el de sus
adversarios, se reduce a galletas, queso, chancaca, y café. Sucre y sus
oficiales comparten la misma vianda que sus soldados; el virrey y sus generales
hacen el distingo con sus huestes: buena mesa y buen vino de Ica.
Hacia las diez de la mañana, vuelve Monet. Le indica a
Córdova que el virrey concede que los patriotas inicien la contienda. El
peruano José de La Mar, que está a su costado, rechaza la invitación y,
subrayando sus palabras, le replica cortés que ello corresponde a las
armas de Fernando VII, pues los americanos son los dueños de casa. Monet, con
un mohín de fastidio, emprende el retiro junto a su escolta.
Sucre está consciente de que la gran falencia de su ejército
radica en las pocas armas de fuego con
que dispone; toda su esperanza está puesta en el valor de los soldados y
de la causa que defienden. Montado en su caballo, va escudriñando rostros y
semblantes. Intenta adivinar ánimos y, oyendo los primeros fuegos enemigos,
decide romper cualquier duda: “¡Soldados, de los esfuerzos de hoy pende la
suerte de la América del Sur!”. Desenvaina el sable y señalando con él a los
realistas que descendían hacia ellos, prosiguió: “¡Otro día de gloria va a
coronar vuestra admirable constancia! ¡Viva la libertad de América! ¡Viva el
Perú!”. Los vítores corren atronadores en las gargantas de oficiales y soldados
decididos a embestir y someter a los godos.
Mira hacia lo alto y da instrucciones a Córdova de ganar el cerro;
hay que silenciar los cañones del rey. Este se apea del caballo, se descubre
el sombrero jipijapa, levanta su espada
y da la orden a los suyos: “¡División! ¡De Frente! ¡Armas a discreción! ¡Paso
de vencedores! ¡Marchen!”. Lanzas en mano, se precipitan hacia los fuegos
enemigos de las divisiones de Monet y Villalobos. Muchos caen. El Condorcunca se
entinta de rojo sangre. Pero aquellas piezas de artillería exhiben ahora sus bocas
ensordecidas al cielo. El monte está ganado.
En la pampa no es menor el estruendo. La tierra tiembla ante las pisadas de los herrajes. Sobre los equinos, chillan las espadas de peruanos, colombianos, argentinos, chilenos e irlandeses que combaten juntas contra las de los realistas. Tampoco cesa el fuego, y los jinetes caen heridos o muertos. Los primeros son llevados al hospital de campaña acondicionado en la iglesita de la Quinua. Allí, entre vendas, quejidos y estertores, se reencuentran dos hermanos que horas antes se habían estrechado en efusivo abrazo antes de devolverse a sus respectivos y enfrentados bandos: Leandro, el realista, y Ramón Castilla, el patriota convencido.
El cabo Villarroel, estando a punto de ultimar a un hombre
herido en la frente y regiamente uniformado, fue reprendido por el sargento de los Húsares de Junín, Pantaleón
Barahona. José de la Serna e Hinojosa, último virrey del Perú, había salvado la
vida gracias a la intervención de aquel humilde sargento peruano, no obstante,
su arrogancia y poder murieron en el acto. El virreinato que desconoció la
proclamación del 28 de julio de 1821, permitiéndose convivir con un Estado
soberano, acababa de fenecer.
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