El fin de semana pasado dejó de
existir mi buen amigo Manuel Scarpati Montero. Manuel fue limeño y limeñista;
menciono lo primero y subrayo lo segundo. Y aunque ambos términos tengan por
raíz común el nombre de una ciudad de ocho millones de habitantes, las
diferencias entre uno y otro son tan marcadas y, a la vez sutiles, como las que
existen entre el acto de mirar y el de observar. Limeño es –qué duda cabe- el
nacido en Lima, capital de la República del Perú. Limeño lo es también, por razones
de vecindad, el provinciano o extranjero que ha hecho de Lima su casa y su
centro de trabajo. Unos y otros viviendo en una estresada y estresante ciudad
como son todas las capitales del mundo, sin excepción. Ese mismo estrés que
hace que la mayoría de limeños espere la llegada de un feriado para escaparse
unos días en busca de un mejor respiro y de hacer turismo interno. El
limeñista, sin embargo, espera un fin de semana o un día cualquiera para
caminar por su propia ciudad; no le basta con vivir en Lima, le interesa conocerla
para quererla pese a todo y darla a conocer. El limeñista no es un historiador
en el sentido académico del término, pero gusta leer y contar las historias que
se esconden tras del hollín de una vieja plazuela, de los adobitos en forma de
librero de una huaca, y de las celosías de sus célebres balcones de cajón. Él
sabe que cada esquina de la ciudad carga consigo una leyenda o acaso un secreto
inconfesable que se hizo confesado, porque Lima es el lugar en el que los
susurros rugen y los secretos se hacen colectivos.
Al limeñista le encanta recorrer
esos rincones e imaginarse en ellos a un Palma (el más ilustre de todos)
recogiendo apuntes para una nueva tradición; a ‘El Murciélago’ Fuentes
describiendo los tipos limeños del XIX mientras Fierro los retrata: tisaneras,
aguadores, veleros y serenos; fiestas sacras con aroma a incienso y paganas con
aroma a amor; procesiones y mascarones de papahuevos; carnavales de chisguetes
en las calles y saraos de salón. También ven a un Valdelomar jironeando altivo,
con bastón y pipa en boca, enfundado en fino paletó rumbo al Palais Concert
para encontrarse con Vallejo, Mariátegui y Sánchez.
El limeñista observa lo que otros
miran, camina las veredas de la ciudad con plena conciencia de los nombres ilustres
que transitaron por ellas. Practica en solitario ese ejercicio de la nostalgia
y otras veces lo hace en grupo, en compañía de quienes, como él, comparten el
mismo interés por la vieja ciudad. El único carné del limeñista, su distintivo
indubitable, es su amor por Lima. Tampoco hay una edad promedio para ser uno de
ellos, aunque las más de las veces ese amor, que es un acto de identificación
con la capital y su historia, se nutre de los padres y abuelos; de sus
anécdotas, de sus barrios y de las costumbres de un tiempo determinado. Todo
ese bagaje vivencial captura al niño que, ya convertido en adulto, busca redescubrir
por sí mismo esa ciudad de la que tanto le hablaron y a la que hoy ve tan
cambiada. Practica, pues, una suerte de
arqueología de la memoria.
Demolición de Palacio Marsano, Miraflores. Foto: Caretas.
Es muy fácil reconocer a un
limeñista. Por lo general mira hacia arriba, retando a la tortícolis, y
observando al detalle la talladura de un viejo balcón o los medallones de una casa
solariega. Comparte datos, enriqueciéndose de la interacción y, aunque siente
una especial debilidad por el Centro Histórico de Lima, se le puede encontrar en cualquier punto de la
ciudad en que haya tan siquiera un vestigio de lo que fuimos, para explicarnos nuestro somos. El limeñista no cree que la suya sea una ciudad de trasbordo
ni un peldaño circunstancial y obligado para conocer Machu Picchu. Sabe a
fuerza de caminar, escudriñar, leer y oír, que Lima es una ciudad con
suficientes pergaminos históricos como para ser en sí misma un lugar de
peregrinaje.
Sin ser artista, el limeñista
anida un espíritu sensible; le conmueven los escombros de una casona de sabor
añejo demolida por las combas de la modernidad, y procura capturar con sus
cámaras un presente que no tendrá futuro aunque guarde muchísimo pasado. No es
un idólatra de Lima y de su antigüedad; su pesar no es el de los fanáticos.
Comprende que la falta de planificación, el desorden y la informalidad
urbanísticos obligan a que crezca hacia arriba, en propiedad horizontal, pero
se rebela ante la necedad e ignorancia de quienes destruyen cuadras enteras que
otras capitales más ilustradas, y sin historia, se esmerarían en conservar como
registro y testimonio de un ayer que hoy les reporta jugosos ingresos a título
de turismo. El limeñista contrasta los viejos grabados coloniales con las
fotografías del XIX y del XX. Con esos testimonios gráficos sabe cuánto ha
cambiado Lima en cien o en cincuenta años, e intuye cuánto más habrá de cambiar
ante la desidia de unas autoridades que no hace mucho patrocinaron su
destrucción, y que hoy dejan librados al tiempo, al abandono y a la
indiferencia, lo que aún queda en pie de uno de los más ricos patrimonios
culturales y arquitectónicos del continente.
Palacio de los Deportes (años treinta), luego Sedapal (1940-2012), Breña.
Foto: Archivo Fotográfico V & C Breña Contreras.
A Manuel Scarpati lo conocí hace
algunos años en una de esas caminatas limeñistas que, por lo general, terminan en un restaurante entre bromas, anécdotas y ricos sancochados. Delgado, de fácil sonrisa
y pulcro vestir; anteojos de sobria montura y aura intelectual. Lo era, ciertamente, pero por sobre todo no dejó de ser un limeño
mazamorrero que gustaba de la buena tertulia y de los chistes finos; un amante
incondicional de la amistad. Al comenzar estas líneas, dije que mi amigo Manuel
había muerto. Al terminarlas, me lo imagino recorriendo la ciudad que tanto
amó; esta vez sin las limitaciones de la época ni la envoltura de la edad.
Traspasando los linderos de los siglos, hoy caminas por la tres veces coronada
villa: precolombina, colonial, y republicana.
Lima, abril de 2014