Hace aproximadamente diez años, veía con un grupo de amigas y amigos un video del concierto que la emblemática banda británica Queen ofreció en Río de Janeiro, cuando de pronto, una de ellas suspiró por el fallecido Freddie Mercury: “¡Qué lástima que fuera gay, se le ve tan varonil con esos bigotazos, que sería el sueño de cualquier mujer!”. Pasaron unos segundos y, con lagrimitas en los ojos, agregó el baldón: “¡Qué desperdicio de hombre!”. Nos miramos todos entre asombrados y sonrientes como preguntándonos qué le pasa a ella, y seguimos viendo, escuchando y, por momentos, coreando las canciones que desgranaban de las extraordinarias cuerdas vocales de Mercury.
Y es que Farrokh Bulsara, nacido en Zanzíbar, Tanzania, en la entonces India Británica, el 5 de septiembre de 1946, había lucido a lo largo de su carrera, que comprendió la publicidad y las artes plásticas, una versátil metamorfosis en su apariencia desde los lejanos años setenta, cuando nace Queen, hasta sus últimas y esporádicas apariciones en 1991, año en que murió. Era un extravagante camaleón y eso fascinaba a sus seguidores. Desde el momento en que pisaba un escenario Mercury se transformaba en ese músico desenfadado, capaz de salir en calzoncillos mientras Brian May le sacaba los mejores arpegios a su guitarra; John Deacon pulsaba las cuatro cuerdas de su bajo, y Roger Taylor, a punta de sincronizados látigos contra los tambores de su batería, lograba la percusión perfecta. Freddie, horas antes, había dejado en una gaveta escondida de su camerino al chico profundamente introvertido que siempre fue; ése que tras bambalinas huía de las cámaras: el joven Busara que difícilmente concedía entrevistas por su intrínseca timidez.
Queen, el grupo del que Mercury fue indiscutido líder, navegó de su mano por océanos de aguas musicalmente variables desde su fundación en 1971. El primer álbum de la banda posee una innegable influencia del heavey metal. Muchos años después, en 1988, Mercury, amante desde muy niño de la ópera y de la música clásica en general, le propuso a la extraordinaria soprano catalana Monserrat Caballé que lo acompañase. La española, consciente de las grandes dotes vocales de Freddie, cuyo timbre vocal oscilaba entre el barítono y el tenor ligero, no dudó en aceptar; el resultado fue Barcelona, doble tributo a la cantante nacida en esa cuidad.
¿Quién no ha bailado y coreado ese tributo al rock and roll de los cincuenta bajo el pegajoso título de Crazy little thing called love? ¿Quién no ha gritado en los estadios y coliseos del mundo el Whe are the champions como coronación musical de una victoria deportiva? ¿Quién no se conmueve ante ese genial híbrido llamado Bohemian Rhapsody?
Paradojas de la vida, quizá el más sincero testamento musical de Freddie Mercury, vale decir, la canción cuya letra sintió como propia más que cualquier otra, pese a no haberla escrito; la que lo describía como el ser humano que fue ante cámaras, frente a las variopintas luces de los escenarios, y fuera de ellas y de toda su parafernalia hasta devolverlo a su esencia de Farrokh Bulsara, fue The great pretender (El gran fingidor), un viejo éxito de The Platters de 1955, que no dudó en versionar en 1990.
Ciertamente, él fue el gran fingidor, el genial simulador de una vida que hoy trasciende a despecho de la muerte, el músico talentoso a quien hoy recordamos en el aniversario sesenta y cinco de su nacimiento.
A mi buena amiga, diez años después, no le interesa más la virilidad de sus bigotes o el amaneramiento de sus pasos. Hoy no encuentra más desperdicios que los que deja en la esquina de su casa a la espera del camión de la baja polícía. Ha expiado sus culpas, me dice. Su pequeño Rodrigo, vistiendo saquito cortado para la ocasión, ha hecho de Mercury en la clausura del nido en diciembre del año pasado. La canción, desde luego, fue la que da título a estas líneas.
Lima, 05 de septiembre de 2011