Especulaciones a manera de respuesta han hecho discurrir ríos de tinta a lo largo de treinta años. Habría tomado parte de algún esporádico reencuentro de The Beatles en los ochenta y noventa, como en efecto hicieron Paul, George y Ringo, alegan unos. Se hubiera divorciado de Yoko Ono, la bruja oriental que de pura entrometida desencadenó la ruptura del cuarteto de Liverpool, imaginan otros. Los más truculuentos lo ven muerto de alguna sobredosis en los noventa. Es un ejercicio entretenido el echar a andar la imaginación sobre lo que pudo ser y no fue. A esto se le llama ucronía. Es una actividad tan divertida como inútil: Lennon fue lluvia de ceniza derramada sobre los jardines del Central Park de Nueva York. A John Winston Lennon lo mataron el 8 de diciembre de 1980.
David Mark Chapman le descerrajó cuatro tiros por la espalda poco antes de las once de la noche, cuando el británico estuvo a punto de traspasar el umbral del edificio Dakota. Horas antes, John le había firmado un autógrafo que, según el propio Chapman, era un mero garabato ininteligible. La furia no lo llevó a victimar a su ídolo, fue algo más que eso: un ideal profusamente soñado, el deseo de trascender con Lennon, de formar parte de su historia. No se conformaba con ser un admirador más. Si Julia por ser su madre había merecido una canción desgarradora y acaso culpable en su etapa de solista, él, sin música ni letra, ambicionaba con entrar subrepticiamente en el legajo vital del autor, que su nombre se recordase tanto como el de la progenitora: “Ella le dio la vida y yo se la quité”. Indisolubles los tres. Desafortunadamente, consiguió su propósito.
Para diciembre de 1980, Lennon distaba de ser el barbudo y desbocado profeta musical de la paz, que se emparentó con la cultura hippie de finales de los sesenta y principios de los setenta. Años antes, ‘Imagine’ había sembrado en muchos melenudos la utopía de la hermandad humana más allá de los linderos de la geografía y de la piel. Era, desde luego, un mensaje manoseado que, cantado por él, sonaba persuasivo e innovador. A fines de los cincuenta, había jugado al transgresor y ensayaba piruetas a lo Presley sobre la tarima de un escenario escolar con su grupo The Quarrymen, al que se uniría Paul McCartney y, tiempo después, George Harrison.
Hoy, con cuarenta años encima, le cantaba a cosas más cercanas y alcanzables: el amor de su propia mujer en ‘Woman’, la vívida experiencia de ser padre de Sean en ‘Beautiful boy’ (lo que no pasó con Julian en sus tiempos de Beatle), o al simple hecho de vivir sin más pretexto que una letra divertida y un sonsonete contagioso, como en ‘Starting over’. Sin dejar de soñar, fue más cotidiano. Tiempo atrás le cantó al fin de la guerra de Vietnam con arrumacos de villancico en ‘Happy Christmas (war is over)’. Asomaba un Lennon más perspicaz mientras McCartney canturreaba con Linda (su esposa), y un Harrison, virtuoso con las cuerdas pero de poca creatividad, plagiaba a The Chiffons para hacerse de un éxito con ‘My sweet Lord’.
John pronosticaba un mejor tiempo para su música. Creía que los cuarenta le sentarían bien y lo ayudarían a madurar como cuando, abatido por la soledad de los burdeles y de los clubes neoyorquinos, rugió el regreso de su bienamada Yoko bajo las notas de un aflautado ‘Stand by me’.
Muchos proyectos visitaban de continuo la prolífica mente de Lennon. El 17 de noviembre había publicado su álbum ‘Double Fantasy’, el más logrado de su carrera de solista. Y tras una ardua sesión de grabación que le supuso toda la tarde y parte de la noche, regresaba por fin a descansar entre el amor de Yoko y de su hijo Sean. Próximo a la reja de entrada, lo aguardaba el gordito bonachón a quien horas antes había dedicado un disco. Lennon lo evade. El sueño lo está venciendo y él sólo quiere cruzar esa reja para descansar bajo la calidez del hogar.
Cinco disparos rompen la noche, de los cuales cuatro le impactan en la espalda. Lennon cae de bruces contra el pavimento gris y, con él, el telón de una vida controvertida y fructífera que marcó a toda una generación; una vida que sigue cosechando adeptos en las nuevas como sello distintivo de que los grandes artistas no tienen fecha de caducidad.
Lima, 8 de diciembre de 2010