Julio, mes patrio. Banderas en las ventanas, balcones y azoteas de las casas; escarapelas en las solapas de los adultos y, en los uniformes escolares, a la altura del corazón. Música peruana desde los parlantes de los supermercados en los que algunos empleados visten traje de chalán. Corso ya no tan patriótico de uno de estos establecimientos. Todo coronado con una gran comilona el día 27, instituido hace pocos años como el ‘Día de la comida peruana’, con miras a satisfacer vientres ávidos de anticuchos, cebichitos, picarones, carapulcas, ajíes de gallina, y demás exquisiteces de nuestra rica culinaria, a ritmo de guitarra, de cajón y castañuelas. Pero, ¿el 28 y 29, qué? Son estos los días centrales de lo que se conoce como Fiestas Patrias.
Patrioterismo a un lado, hurgo en mi memoria y no encuentro tal fiesta. Contaban mis abuelas que hasta hace unos sesenta años, las Fiestas Patrias sí que eran fiestas en el rigor mismo de la palabra. Una festividad con espíritu y ambiente semejantes a la Navidad, con lucecitas de colores, fuegos artificiales, y amanecida esperando las doce de la noche para estallar en aplausos y darse efusivos abrazos. Eso fue antaño, pero hogaño, hoy, ¿existe tal fiesta?
Seamos sinceros: tenemos una de las celebraciones patrias más opacas del continente. Todo se reduce a un aburridísimo protocolo político que pocos siguen desde sus casas. Días antes del 28, fecha en que se conmemora la proclamación de la independencia, el que menos ha huido de la capital para vivir en alguna otra ciudad del interior lo que aquí no existe: una fiesta. Mientras en otras capitales latinoamericanas, la plaza principal está abierta al público y se arma en ella un auténtico festejo, la de Lima -esa en la que el general San Martín dio su famoso discurso blandiendo la bandera de la naciente República- permanece cerrada al ciudadano de a pie entre gruesos cordones policiales para que el presidente cumpla con una parafernalia tediosa y sacabostezos. Va muy temprano a la Catedral de la ciudad a oír un Te Deum que históricamente no debiera darse el 28, pues fue oído por el Protector del Perú el día 29. Y, valgan verdades, en un país en el que la inmensa mayoría de los que tienen sacramentos en regla no oye misa los domingos, ¿quién va a engullirse la del 28 en la que, por añadidura, hasta el cardenal da tamaño discurso político? Que cada uno se conteste.
Luego viene lo más insufrible de la jornada: el discurso presidencial en el Congreso de la República. Una o dos horas en las que el primer mandatario se encomia a sí mismo haciendo un somnífero recuento de sus obras y prometiendo el oro y el moro para lo que resta del año y los venideros. Toda una letanía que podría trasladarse a una fecha distinta; tal vez el 15 de julio, día en que se firmó el Acta de la Independencia en el Cabildo de Lima o, tanto mejor, el 9 de diciembre, fecha en la que obtuvimos nuestra genuina libertad en los campos de Ayacucho y que, inauditamente, no consta como feriado no laborable en el calendario de festividades patrias. Incluso podrían ser dos discursos presidenciales: uno a mitad del año, y otro al culminarlo. Sólo la asunción del mando y el discurso inaugural de un jefe de Estado deberían darse un 28 de julio.
Terminada su monserga en el Palacio Legislativo, el presidente se retira a almorzar al de Gobierno y sanseacabó. Las horas que siguen, son como las de cualquier otro día. ¿Es esto una fiesta?
Al día siguiente, la Parada Militar, quizá lo único que se asemeja a un evento propiamente festivo porque, mal que bien, la gente disfruta con la marcha de los institutos armados y policiales, con las bandas de música de cada uno de ellos, y con la exhibición de nuestros ‘indestructibles’ tanques de última generación de hace veinte años, en el mejor de los casos.
El Perú, por su rica historia, por sus tradiciones y sus creaciones, merece tener una verdadera fiesta el 28 de julio de cada año, con el presidente de la República agitando la bandera desde uno de los balcones de Palacio de Gobierno mientras recita las palabras con que José de San Martín proclamó nuestra independencia en 1821: El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende. ¡Viva la Patria! ¡Viva la Libertad! ¡Viva la Independencia! Debieran seguirle, como entonces, las salvas de los cañones y el repique de las campanas. Luego, ¡que empiece la jarana!
Lo que modestamente proponemos es que el 28 de julio esté reservado a ser una auténtica fiesta, con la misma algarabía de los que presenciaron la proclamación de la independencia, con la misma efusividad ciudadana de aquellos que estuvieron presentes aquella mañana de 1821 en la Plaza Mayor de Lima, sin restarle la solemnidad al acto. Y, desde luego, extirparle cual tumor ese carácter acartonado y exclusivamente político que tiene desde hace algunas décadas, que lo torna inconmensurablemente latoso. Resumiendo, que sea una fiesta patria y no una secuencia de ceremoniales aburridos.
Para culminar, me despido con una peruanísima frase que proviene precisamente de aquellos aurorales días de la República...
¡Que viva el Perú, carajo!
Lima, 25 de julio de 2010