domingo, 25 de julio de 2010

¿FELICES 'FIESTAS' PATRIAS?

     
      Julio, mes patrio. Banderas en las ventanas, balcones y azoteas de las casas; escarapelas en las solapas de los adultos y, en los uniformes escolares, a la altura del corazón. Música peruana desde los parlantes de los supermercados en los que algunos empleados visten traje de chalán. Corso ya no tan patriótico de uno de estos establecimientos. Todo coronado con una gran comilona el día 27, instituido hace pocos años como el ‘Día de la comida peruana’, con miras a satisfacer vientres ávidos de anticuchos, cebichitos, picarones, carapulcas, ajíes de gallina, y demás exquisiteces de nuestra rica culinaria, a ritmo de guitarra, de cajón y castañuelas. Pero, ¿el 28 y 29, qué? Son estos los días centrales de lo que se conoce como Fiestas Patrias.

      Patrioterismo a un lado, hurgo en mi memoria y no encuentro tal fiesta. Contaban mis abuelas que hasta hace unos sesenta años, las Fiestas Patrias sí que eran fiestas en el rigor mismo de la palabra. Una festividad con espíritu y ambiente semejantes a la Navidad, con lucecitas de colores, fuegos artificiales, y amanecida esperando las doce de la noche para estallar en aplausos y darse efusivos abrazos. Eso fue antaño, pero hogaño, hoy, ¿existe tal fiesta?

      Seamos sinceros: tenemos una de las celebraciones patrias más opacas del continente. Todo se reduce a un aburridísimo protocolo político que pocos siguen desde sus casas. Días antes del 28, fecha en que se conmemora la proclamación de la independencia, el que menos ha huido de la capital para vivir en alguna otra ciudad del interior lo que aquí no existe: una fiesta. Mientras en otras capitales latinoamericanas, la plaza principal está abierta al público y se arma en ella un auténtico festejo, la de Lima -esa en la que el general San Martín dio su famoso discurso blandiendo la bandera de la naciente República- permanece cerrada al ciudadano de a pie entre gruesos cordones policiales para que el presidente cumpla con una parafernalia tediosa y sacabostezos. Va muy temprano a la Catedral de la ciudad a oír un Te Deum que históricamente no debiera darse el 28, pues fue oído por el Protector del Perú el día 29. Y, valgan verdades, en un país en el que la inmensa mayoría de los que tienen sacramentos en regla no oye misa los domingos, ¿quién va a engullirse la del 28 en la que, por añadidura, hasta el cardenal da tamaño discurso político? Que cada uno se conteste.

      Luego viene lo más insufrible de la jornada: el discurso presidencial en el Congreso de la República. Una o dos horas en las que el primer mandatario se encomia a sí mismo haciendo un somnífero recuento de sus obras y prometiendo el oro y el moro para lo que resta del año y los venideros. Toda una letanía que podría trasladarse a una fecha distinta; tal vez el 15 de julio, día en que se firmó el Acta de la Independencia en el Cabildo de Lima o, tanto mejor, el 9 de diciembre, fecha en la que obtuvimos nuestra genuina libertad en los campos de Ayacucho y que, inauditamente, no consta como feriado no laborable en el calendario de festividades patrias. Incluso podrían ser dos discursos presidenciales: uno a mitad del año, y otro al culminarlo. Sólo la asunción del mando y el discurso inaugural de un jefe de Estado deberían darse un 28 de julio.

      Terminada su monserga en el Palacio Legislativo, el presidente se retira a almorzar al de Gobierno y sanseacabó. Las horas que siguen, son como las de cualquier otro día. ¿Es esto una fiesta?

      Al día siguiente, la Parada Militar, quizá lo único que se asemeja a un evento propiamente festivo porque, mal que bien, la gente disfruta con la marcha de los institutos armados y policiales, con las bandas de música de cada uno de ellos, y con la exhibición de nuestros ‘indestructibles’ tanques de última generación de hace veinte años, en el mejor de los casos.

      El Perú, por su rica historia, por sus tradiciones y sus creaciones, merece tener una verdadera fiesta el 28 de julio de cada año, con el presidente de la República agitando la bandera desde uno de los balcones de Palacio de Gobierno mientras recita las palabras con que José de San Martín proclamó nuestra independencia en 1821: El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende. ¡Viva la Patria! ¡Viva la Libertad! ¡Viva la Independencia! Debieran seguirle, como entonces, las salvas de los cañones y el repique de las campanas. Luego, ¡que empiece la jarana!

      Lo que modestamente proponemos es que el 28 de julio esté reservado a ser una auténtica fiesta, con la misma algarabía de los que presenciaron la proclamación de la independencia, con la misma efusividad ciudadana de aquellos que estuvieron presentes aquella mañana de 1821 en la Plaza Mayor de Lima, sin restarle la solemnidad al acto. Y, desde luego, extirparle cual tumor ese carácter acartonado y exclusivamente político que tiene desde hace algunas décadas, que lo torna inconmensurablemente latoso. Resumiendo, que sea una fiesta patria y no una secuencia de ceremoniales aburridos.

      Para culminar, me despido con una peruanísima frase que proviene precisamente de aquellos aurorales días de la República...

      ¡Que viva el Perú, carajo!




Lima, 25 de julio de 2010

viernes, 9 de julio de 2010

IMPUDICIAS RESCATADAS


Escribo para tomar distancia. Hay experiencias que uno sólo se saca de encima cuando se convierten en literatura, en esa cosa soberana que no nos pertenece…
Mario Vargas Llosa, 1992


      La prudencia aconseja deshacerse de aquellas líneas delatoras que tatuaron nuestra alma a muy temprana edad a manera de pequeños escritos. Cualquier recurso es válido para conseguir tan destructivo propósito: quemarlas cual fogata de año nuevo, fondearlas en alguna poza de aguas turbias o en el mismo océano, romperlas en tantos pedacitos que ni el más eximio restaurador consiga hacer un retazo de ellas, o –por qué no- tragarlas con harta mayonesa y sal al gusto. Todo es admisible menos quedarse en la mera tentativa. Pero el escribir es de por sí un acto impúdico, un ejercicio de la nostalgia. Es desnudar el alma -suponiendo que esta exista- o encubrirla bajo los ropajes de la ficción. Es por ello que conscientemente peco de infidente. Esta hilacha de párrafos fueron garabateados en circunstancias y en años distintos. Sus supuestos destinatarios o protagonistas, son más ficticios que reales; son las invenciones de un joven que, imaginando seres, se dio licencia para hacer eso que desde siempre quiso: escribir.

      Las ‘impudicias’ que siguen no tienen valor ni mérito alguno, pero les tengo cariño por ser los devaneos de una mente soñadora que no se cansará de escribir lo que sueña. Estos párrafos sobrevivieron a tres mudanzas entre tanto cachivache.

      Sólo escribiendo sobre uno mismo se adquiere autoridad para escribir sobre los demás.

Lima, 2 de Julio de 2010

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DEL DIARIO DE UN ADOLESCENTE (1989)

Lunes, 8 de mayo de 1989

      Hoy me miraste feo. Creo saber la razón pero no fue para tanto. Cuando me tocó leer ese poema de Salaverry en clase, te miré en cada pausa. Cuando le tocó leer a otros susurré el poema y seguí mirándote. No te gusta que lo haga. Crees que me estoy burlando de ti. Luego tocó la campana y antes de salir al recreo vi ese gesto en tus ojos. Yo hice como que guardaba el libro en mi mochila pero vi tu fastidio de reojo hasta que por fin saliste al patio y pude respirar. No te esquivé la mirada porque nuestras carpetas están juntas. Parece que me odias.

      Mañana también toca Literatura. Seguiremos leyendo esos poemas de la página 32 y te voy a seguir mirando en cada pausa. La profesora tiene que hacernos leer esos poemas. Tiene que hacerlo... Pensarás otra vez que me burlo pero yo siento que te quiero. Qué difícil es esto de estar en el mismo colegio y en el mismo salón. Qué difícil es. Tú no te das cuenta de que en cada lectura me estoy declarando.

      Perdóname. Continuaré mirándote mientras lea. Lo haré hasta que por fin entiendas lo que siento por ti. Siempre en cada pausa...



TU PATA Y TU COMPINCHE (1992)

      Me fascina la idea de ser tu cómplice. No somos enamorados, tampoco amiguitos cariñosos con derecho a beso. Somos compinches. No pude contener la risa cuando me llamaste a casa contándome que te habías tirado la pera y que me esperabas en el Olivar de San Isidro. Tuve que tirármela yo también y me hiciste un favor porque estudios generales es muy aburrido, sobre todo cuando toca matemática. La detesté en el cole, la detesto ahora, la detestaré cuando contando con los dedos sume mi último cumpleaños. ¡Qué sinvergüenza soy! Debería darte el ejemplo. Eres una chibola de quinto de secundaria y yo un universitario de segundo ciclo, pero me gusta tirarme la pera contigo y latear juntos por la Diagonal hasta llegar a la Calle de las Pizzas y buscar con la mirada a nuestro mozo, porque eso es el bueno de Vicente, nuestro mozo, nuestro pata y sospecho que también nuestro cómplice. Y si de miradas hablamos no me gustó la forma en que esta mañana te vieron esos dolaristas mañosones que paran en la puerta del cine Pacífico. Hasta te sirearon. Yo los mandé a la mierda e hice el ademán de darles de mochilazos en la mitra, porque olvidaba recordarte que llevaba en la mano tu mochila, esa en la que escondiste la insignia de tu cole de monjas y la casaca de educación física con letrazas blancas en la espalda que aludían a una de las tantas vírgenes que se veneran en las parroquias. En vez de parpadear, tus ojos centellean de manera acelerada y por tu forma impulsiva de hacer las cosas y por esa irresponsabilidad mutua, eres mi ardillita. Cualquier mal pensado diría que somos pareja, hasta caminamos como enamorados, a veces abrazados, dándonos de pellizcos, pero cuando te dejo en el parque frente a tu casa y hago el camino de retorno a la mía, escucho el casete de Dire Straits que me regalaste con dedicatoria incluida, y me felicito de ser tu pata, tu compinche, y eso vale mucho más que estar templados, bambinella dolce.

Santa Beatriz, Lima, noviembre de 1992



UNA MADRUGADA CUALQUIERA (1993)

      Hubiera querido decirte muchas cosas, y aunque de vez en cuando me sonreías, pude notar que tu mirada ya no era la misma y esa boca no deseaba más mis besos. No luché contra ello, sabía que cualquier intento mío por retenerte era en vano, habría sido una lucha estéril de la que sólo yo saldría herido. Me permitiste acariciar tu cabellera castaña, que mis dedos jugasen con ella como lo hicieron en otros tiempos, que se internasen en tu selva capilar tras la búsqueda de tus más recónditos pensamientos. ¡Cómo deseé tenerlos conmigo! Hubiera querido hurtártelos todos, hacerlos míos, pero ni mi terquedad me impidió adivinar que ya no me correspondían.

Santa Beatriz, Lima, enero de 1993



EL OCÉANO ES DE PAPEL (1993)

      Anoche te dije que las tres de la tarde es mi hora fetiche, y ahora que son las tres te escribo desde ese lugar que es para mí el infinitamente mejor de todos: el malecón, de cara al mar. No me molesta que el viento agite de pronto la hoja sobre la que mancho en tinta estas palabras. Me molesta sí que me interrumpa una que otra vendedora de caramelos a la que por fuerza debo ponerle cara de maldito para espantarla aunque me parta el alma después. No soy el autor de lo que te escribo, sólo un coautor muy aplicado que a veces hace de simple amanuense de lo que el mar le dicta. Y es que el mar tiene voz. ¿Lo has oído? Si está contento es un susurro apacible; su risa se deja escuchar cuando llega a la orilla y cosquillea las piedrecillas que llaman canto rodado. Si está molesto su voz es cavernosa, golpetea los piedrones que anidad en su estómago y los hace chocar para amplificar su furia. Es así como alza la voz. Una hoja escrita es también un mar en el que la tinta es agua y las letras peces. De pronto una palabra es un personaje y las oraciones forman colonias de seres vivientes cual lobos marinos en las faldas de la isla San Lorenzo. Una tilde montada sobre una letra es un alga atrapada en la boca de un pez. Una coma es el espacio que necesitan los erizos y los peces para cohabitar en armonía. Un punto seguido es un seguir nadando, y un punto aparte es descender mar abajo. El papel es el Pacífico y mi mano el intruso viento que lo sobresalta de vez en cuando. Mis ojos son el sol que brilla desde lo alto, observándolo todo de puro mirón, y cuando termine mi hora fetiche, seré como él acostándose en el mar. Las huellas de mis pies serán la estela dorada que deja mientras lo engullen sus aguas, y el cielo agónico será tu presencia aún en la distancia de mis pasos. Por algo decidí amarte y eres desde entonces más sagrada que el mismo Dios para mí. Literatura, que te dicen.

Parque Salazar, Miraflores, Lima, abril de 1993



TE OBSERVABA CON DULZURA (1996)

      El taconear de tus pisadas se hace más cercano y con él mis latidos van a tu ritmo. De pronto apareces en la oficina que comparto con Julián en el tercer piso, ataviada siempre con aquel traje sastre bajo el cual palpita una piel joven. Finjo mirar el Código Civil y hojear uno que otro expediente de los diez que se amontonan sobre mi escritorio. Hago esa finta mientras te observo de soslayo. Ni el vivaz parpadeo de tus ojos hechos de miel palidece tras esos anticuados anteojos que pretenden disfrazarlos. He calcado esas miradas furtivas una y otra vez, día tras día, hasta verte desaparecer por las gradas de una empinada escalera que te llevaba a la recepción. Ese lugar de paso obligado en el que entre ida y venida de alguna diligencia intercambiábamos uno que otro diálogo trivial. El ventilador jugueteaba con tu negra y ondeada caballera asemejando las olas de un mar embravecido que calmabas con los dedos que, haciendo las veces de peine, hubiese querido entrelazar con los míos.

      Un día, poco antes del refrigerio, subió Clara, la secretaria del jefe, y me dio la noticia. Prescindían de ti, te echaban. Quise contener mi furia y sospecho que fallé en el intento; notó a leguas el rojo-cólera tiñendo mi rostro, y ese manotón sobre mi escritorio terminó por confirmárselo. Bajé a tu encuentro y me contaste los pormenores. Me dijiste que fue muy gentil contigo, que hasta te dio consejos y te deseó buena suerte. Nos dimos un abrazo y prometimos estar en contacto. Subí a mi oficina tropezando con las gradas, maldiciéndolas en silencio. Quizá te diste cuenta del detalle y al rato timbró mi anexo. Eras tú. "Ya regreso -me explicaste-. Salgo con Clara a almorzar". Esperé unos segundos humedeciendo el paladar con sorbos arrebatados al bidón de agua. Al oír resonar la puerta, me acerqué a la ventana. Cruzaste rápidamente el caminito que conduce a la reja de salida y te acompañé con mis ojos hasta que tu figura se perdió entre las poncianas de la Javier Prado. Clara regresó sola un par de horas después. Entonces me devolví al escritorio bajo cuyo vidrio me sonreía la foto de una mujer que, por desgracia, no eras tú.

San Isidro, Lima, 1996


DIOS, EL MAR Y YO (2000)

      El mar tiene para mí un alto efecto sedativo. Las furias de sus olas calman las furias de mis múltiples vehemencias. En él encuentro la perfecta analogía con Dios; así de inmenso, así de poderoso. Él preside la vida de infinitos seres que se nutren de sus interiores y su voz es incontrastable. Allí cuando sus olas rompen contra el canto rodado de la orilla es que su voz de coloraturas infinitesimales se torna irrefutable, mandante.

Playa Makaha, Miraflores, Lima, 23 de abril de 2000