(Crónica de una Navidad adelantada)
Luis Fernando Poblete Elejalde
Son las ocho y treinta de la mañana del sábado 18 de diciembre de 2004. Los jóvenes de la Parroquia Nuestra Señora de la Reconciliación de la urbanización Camacho, en La Molina, suben presurosos al ómnibus a fin de conseguir una buena ubicación. La invitación me la hizo Enmanuel, entrañable amigo de los días universitarios, a cuyo costado me dispongo para el viaje. La mañana promete sol calcinante.
El chofer enciende el motor y nos conduce por calles preñadas de mansiones, residencias, clubes, centros comerciales. La Planicie, Rinconada del Lago, Sol de La Molina: verdor por todas partes. A lo lejos diviso la laguna que me retrotrae a escenas de la infancia, cuando mi padre nos llevaba hasta ahí con la abuela y los primos para observar a los patos y gansos pasear parsimoniosos en sus aguas, seguidos de sus crías; quizá un ejercicio familiar para ellos, acaso un rito.
El ómnibus abandona el asfalto de la pista para transitar una trocha polvorienta. El sol ha desaparecido y en su lugar una insipiente neblina se posesiona de la atmósfera. El verdor es desplazado por la arena negruzca de los cerros, la amarillenta de las pistas, de todo lo visible: estamos en Manchay. El chofer maniobra con habilidad por el camino estrecho y arenoso atiborrado de baches que nos dan la sensación de estar viajando a lomo de bestia. Las esteras de los techos y paredes de las viviendas de Manchay visten a los cerros, disfrazándolos, encubriéndolos. Los precipicios formados por las areneras muestran sus enormes y profundas fauces trayendo a la memoria al fatídico serpentín de Pasamayo. Una imagen inesperada, casi un espejismo, asalta nuestra vista y aviva más de una curiosidad: a lo lejos, en lo alto de un promontorio, se erige imponente por encima de la miseria, un templo de trazos neoclásicos; lo llaman ‘La Catedral’ y su reciente construcción es obra de un antiguo vecino de Manchay, hoy próspero empresario.
Alguien me pregunta si funciona mi teléfono celular. Me invade la sorpresa: está apagado. Insisto. La pantalla se ilumina, parpadea débilmente y vuelve a apagarse no sin antes leer en ella que está fuera de servicio. Todos los celulares están muertos. Aquí no llega la telefonía móvil. El cinturón de cerros que oprime a Manchay impide que lleguen las ondas electromagnéticas y, con ellas, ese imprescindible –y a veces detestable- artilugio de la modernidad. Hasta en ello la naturaleza se ha ensañado con sus pobladores y por momentos uno cree estar en un pueblito remoto a la gran urbe limeña, ajeno a ella, pero Manchay es también Lima; un feo lunar para quienes conciben a la tres veces coronada villa de Los Reyes como la ciudad que nace en el vetusto ‘Damero de Pizarro’ y muere en las aguas de la Costa Verde; la metrópoli que en los meses de verano extiende sus límites a las playas del sur. Esto es Manchay, un punto más en la constelación de lunares grisáceos e invisibles a los ojos de quienes ignoran su existencia o ciegan su vista a esa otra Lima, más horrible que la descrita por Salazar Bondy, y crudamente más humana.
Después de cuarenta y cinco minutos de un viaje que nos introdujo de la prosperidad a la más descarnada pobreza, de haber cruzado el imaginario puente de una realidad distinta y, a la vez cercana, detuvimos nuestra travesía frente a la puerta metálica de lo que en apariencia era un corralón cercado con toscos muros. Sólo el frágil letrero de madera que el viento columpiaba y los rostros sonrientes de niñas y niños que aguardaban nuestro arribo nos llevó al convencimiento de que habíamos llegado al Centro Educativo Nacional Mixto ‘Roxana Castro’. Sus edades oscilaban entre los seis y los doce años. Exudaban una alegría franca, contagiante, mientras observaban a esos jóvenes papanoeles que vestían polos y jeans, y que nada tenían que ver con el voluminoso personaje de larga y enrevesada barba cana, de vestir rojizo y bronca carcajada que se ve en los anuncios comerciales, en los escaparates de las tiendas y en las películas made in Hollywood; unos jóvenes que prometían obsequiarles un día distinto del que se ven forzados a sufrir en su deambular –caramelos y chocolates en mano- por los cruces de las grandes avenidas, intentando conmover a los choferes de los autos en pos de unas monedas con que mantener a unos padres que les hurtan descaradamente la niñez. Una Navidad adelantada para esos niños fue la consigna.
A sus once años, Marito es un niño locuaz de mirada escudriñante, reilón, de una travesura a veces ingenua y, a veces, de una abierta crueldad con sus compañeros a quienes reparte sopapos y zancadillas con la sonrisa suspendida en los labios. Es el bacancito de su clase, el que endilga apodos y agarra de punto a los demás - ¿y quién alguna vez no ha tenido un poco de Marito en el colegio?-. Empiezan a circular los vasos plásticos de humeante chocolate dentro del grupo de once niños que Enmanuel Prada y yo tenemos a nuestro cargo; un vaso por cabeza, pero Marito quiere dos vasos en vez de uno. “No le arranches el vaso a tu amigo”, le digo. Suprime la sonrisa, hunde la mirada en el piso, cruza los brazos y ensaya muecas a boca cerrada. “No seas malo, pues”, me dice. Viene una segunda ronda de chocolate, y con él, tajadas de panetón. Cada niño agarra una rebanada, pero Marito chapa tres, nos da la espalda, vuelve la mirada de reojo y nos sonríe travieso con la boca llena de panetón. “Te vas a atragantar, amiguín”. “Qué importa”, nos responde.
Llegó la hora de los juegos: nos sentamos en el suelo formando círculo. “Rápido, chicos. Nombres de animales que empiecen con ‘s’. Quien se equivoque recibirá un castigo del compañero que esté a su izquierda”. Marito adrede responde “ballena”. Sus amigos ríen. Al fin les tocará vengarse del compañero que les pega y les estrena motes en el cole. “Hazte cincuenta planchas”, le ordena el de la izquierda. “No seas malo, que sean diez nada más”, le digo. Marito nos observa con su inquieta sonrisa y responde autosuficiente: “No hay problema, yo me hago las cincuenta”. Empezó bien, pero al acercarse a las veinticinco el sudor copó su espalda y por momentos parecía desfallecer, ceder a la gravedad. “Suficiente, Mario. Ya no necesitas hacer más”. “No, yo puedo. Yo puedo”, respondía jadeando, entrecortando las palabras. Y pudo. Esta vez fui yo quien pidió dos vasos de gaseosa para el vivaracho que no quiso hacer el ridículo frente a los amigos que le buscaban un escarmiento. Había reafirmado con sudor su liderazgo.
Villancicos, más juegos grupales, pintorescas actuaciones y una recreación del nacimiento de Jesús a cargo de una pareja de jóvenes de la Parroquia. La estrella de Belén suspendida en el arenal de Manchay en plena mañana; la adoración de los pastores a la que se suma la de unos animalillos insospechables en la Belén auténtica, pero que aquí en Manchay arranca carcajadas a centenares de niños por sus diálogos hilarantes; chicos igual de pobres que el nacido en el pesebre.
Las fuentes con tajadas de panetón, vasos de chocolate y de gaseosa, se pasean por nuestro grupo para luego emigrar a otros y Marito se nos escabulle, confundiéndose entre el follaje de cabecitas polvorientas. Toma asiento en la parcela de piso de un grupo ajeno, y repite. Practica dos o tres veces más esa mudanza furtiva hacia círculos de niños más alejados y regresa sonriente, malcriado y juguetón a sentarse con nosotros. “No va a haber regalo para ti si te sigues comportando así, Mario”. “No seas malo, pues”, vuelve a responder.
Somos estrictos con él, se nos está pasando de la raya, fingimos castigarlo, y sólo fingimos hacerlo, porque su indisciplina es el desahogo del chico de su edad que juega a ser niño; ese juego que le está vedado en las esquinas de la gran Lima que lo mira con indiferencia, a veces con asco; fingimos porque la próxima semana su mesa navideña – si acaso la tiene- estará huérfana de todo aquello que hoy persigue con avidez; fingimos porque nosotros mismos nos permitimos travesuras a su edad en una Lima distinta a la del arenal. Castramos nuestras ganas de estrellar los nudillos de la mano contra su testa siempre inflada de traviesas ocurrencias, porque a nosotros sí nos consintieron ser niños, aunque fuera a correazo limpio y a coscorrones, pero niños siempre.
Miguel, laico comprometido de la Parroquia de Camacho, es el animador que micrófono en mano marca las estaciones de esta jornada prenavideña. “¿Qué es Navidad?”, pregunta señalando la vistosa pancarta que contiene la respuesta: Jesús. “¡Más fuerte!”, exclama y reincide en la pregunta. “¡Jesús!”, responde el coro de vocecillas aflautadas.
La mañana se transforma en una tarde igualmente ceniza. No hay atisbo alguno del sol que brilla a espaldas de los cerros de Manchay. El viento timorato que empieza a correr, levanta consigo la arena que alfombra el suelo del patio del ‘Roxana Castro’, impregnándose en las ropas, recluyéndose a manera de viruta en los ojos. Los niños que cantan villancicos junto con nosotros, son hermanos de esa arena, conviven con ella, se han hecho inmunes a sus estragos. A su tierna edad han comprendido que por ella han luchado sus abuelos y sus padres, que por ella emigraron hacia un mejor destino, hacia una prosperidad que les es esquiva, que los burla atragantándolos de polvo y ofreciéndoles las faldas desnudas de los cerros que ellos llaman hogar.
Miguel dispone formar filas por edades. Enmanuel y yo conducimos nuestro grupo a la de once años. Se suceden más canciones y más juegos, mientras se aproxima la hora del obsequio esperado por cada una de las ochocientas almas infantiles que sonríen y cuchichean.
Marito no puede con su genio y, por qué no decirlo, con su diablilla genialidad. Estampa un puñado de arena en el rostro del gordito Toño. “Sal de la fila inmediatamente –le ordeno-. Esa indisciplina no te la acepto”. “No seas malo, pues”, repite. “Se acabó, me llegaste. Has fastidiado a tus compañeros todo el tiempo”. “Por favor, perdóname”. “Sal te dije”. Mario sabe que salir de la fila significa quedarse sin regalo. Encargo a Enmanuel que cuide de los nuestros y me llevo a Toño al baño para que se enjuague la cara. En el trayecto lo hago cómplice de mi plan: “Vamos a hacerle creer a Mario que se quedará sin regalo hasta que te pida disculpas. Niégale el perdón tres veces”. Al regresar, Enmanuel, igual de impaciente que yo, había mudado su atención a un grupo ajeno, menos belicoso. Marito, comodón, aprovechó el abandono para colarse de contrabando en la fila. Lo tomo de los hombros y lo aparto una vez más de ella: “Te dije que estabas fuera, ¿no?”. “Perdóname, pues”. “No me pidas perdón a mí. Si Toño te perdona, te dejo pasar”, y Marito se lo pide. El gordo, frunciendo el ceño, le dice “no”.
Miguel anuncia que la fila de niños de seis años recogerá sus obsequios en la puerta del colegio hasta donde los acompañan sus guías y los aguardan ya sus padres. Luego avanzan alegres y ordenados los de siete y los de ocho. Marito empieza a impacientarse. Observa a esos niños salir divertidos con cajas forradas en papel de regalo, haciendo adioses a sus guías, desapareciendo por la puerta del brazo de sus madres, de sus padres, de sus hermanos mayores. Se vuelve a Toñito y éste le niega una vez más el perdón. Me clava la mirada y balbucea un “perdóname tú”. “Conmigo no es la cosa. Si Toño te perdona, entras”. Los de diez adelantan el paso jubilosos hacia sus obsequios. Marito se rasca la cabeza en gesto de niño viejo, idea, elucubra y ofrece: “Toño, me perdonas y te permito lo que quieras”. Le guiño el ojo a mi compinche haciéndole entender que ya fue suficiente escarmiento; espero vigilante un “sí” suyo para integrar a Marito a la fila. Toño demora y convengo en que ya es innecesario y cruel mantener en vilo al travieso. Lo tomo del hombro y lo introduzco sin esperar el asentimiento de su castigador gordinflón. Toño me reclama: aún no ha dicho “sí”. Le señalo la pancarta que dice ‘Navidad es Jesús’, sugiriéndole con ello un mensaje de perdón que alcanzó a entender: “Te perdono Mario, pero...”, introduce la mano en el bolsillo, sustrae algo que oculta formando puño y antes de que Marito pudiera esquivarlo, le ha derramado tierra y hierbas secas sobre la cabeza. El poder de seducción de ese “te permito lo que quieras” fue más persuasivo que el “ofrece la otra mejilla”. Marito se sacude salpicándole de tierra a su agresor. Sonríen y juegan una vez más a ser niños.
Miguel dispone la salida de los chicos de once. Es momento de despedidas. Los acompaño hasta la puerta donde cada uno recibe su paquete, y les hago adiós con la mano. Miro atrás de mí y constato que ya no hay un solo niño en esa pampa inmensa que es el patio del ‘Roxana Castro’. Camino lentamente hacia el quiosco de madera que hay en el colegio; toda esta faena me ha dado sed. De pronto siento una voz, alguien me llama. Volteo. Marito se columpia en el dintel de la puerta metálica. Me le acerco. Me da la mano y me condecora: “Chao, amigo Lucho”. Sonreímos como dos viejos compadres. Repaso con la mano su cabeza impregnada de tierra, y lo empujo suavemente hacia la salida.
Reviso mi reloj: son las cinco de la tarde. Mi celular timbra incesantes mensajes de felicitación. Me percato del lamentable estado de mis zapatos; han perdido el color bajo costras de tierra mojada. Me detengo en un supermercado de la Javier Prado y busco a Kiwi, el lustrabotas de la tienda. “Restáuralos a su estado original”, le digo. Me sorprende Susan, amiga y vecina: “¡Feliz cumpleaños! ¿Por qué estás lleno de tierra? ¿Adónde te has ido a enterrar?”, me pregunta. Le sonrío nostálgico mientras Kiwi lucha contra el barro de mis zapatos. De pronto me invade la culpa. Inconscientemente buscaba extirpar todo indicio de mi presencia en el arenal y el lustrabotas, a fuerza de sudar, estaba borrando esas manchas delatantes. La voz de Marito punza en mi mente: “Chao, amigo Lucho”. Y en silencio le contesto: “Hasta siempre, amiguito”.
Lima, enero de 2005
NOTA.- Agradezco al Movimiento de Vida Cristiana (MVC) de la Parroquia Nuestra Señora de la Reconciliación, del distrito de La Molina, el haberme dado la oportunidad de participar de esta actividad que, en lo personal, significó una experiencia y lección enriquecedoras que, pese a los cinco años transcurridos desde entonces, se mantiene vigente en mi memoria y en mi vida. L.F.P.E. Lima, 22 de diciembre de 2009.